martes, 11 de septiembre de 2012

Los ritos de Abelardo Castillo


Dentro del afán por acumular cosas inútiles en una casa, destacan esos objetos extraños que suelen estar en las repisas y estanterías que pueden representar cualquier cosa, los souvenir de viajes ajenos, los recuerdos de dudoso buen gusto, las figulinas que compramos en su día pretendiendo adornar y hoy más bien estorban y acumulan polvo, esos cachivaches estereotipados, comerciales, absurdos con su irremediables evocaciones de Watteau o  de dibujos animados. Es evidente que cuando uno entra en una casa de un amigo o familiar por primera vez y se percata de estos objetos, irremediablemente llega a la conclusión de la escasa sensibilidad artística de los anfitriones, que permiten semejante colección de nimiedades, y solo después, con las explicaciones basadas en recuerdos y sentimientos, uno comprende que todo está allí por algo. Luego vuelvo a casa y me encuentro que yo también tengo unos cuantos de esos objetos en las estanterías, algunos de difícil justificación: tortugas articuladas, pequeños osos y monos de peluche, multitud de barcos, lagartos de jade, simples piedras, imitaciones japonesas, todo con su historia, con el recuerdo de las manos de quienes los trajeron a casa, del lugar de donde fueron rescatados. La mayoría son regalos de los que me rodean, porque quizás para compensar mi sedentarismo recalcitrante, acostumbran a viajar mucho y lejos y traerme cosas:  así me encontré con mis casas de barro escondidas en vasijas de Cochabamba, con los demonios aztecas, con demonios volcánicos, con el capirote de Lesotho, con los corales venecianos, con ese extraño pato chino de plástico que robé a un niño, con esa oveja australiana que quiero tanto.

Luego llegan los días en que uno no tiene más remedio que ponerse a limpiar, a renovar el polvo y pasa que cada tantos años pienso que hay cosas que conviene tirar a la basura para dejar un poco más de sitio a los libros, también para evitar que a uno le confundan con el famoso Diógenes y ahí es cuando me doy cuenta del poder de esas figuritas, porque año tras año se pospone o descarta la limpieza, todo se salva con un pequeño cambio de sitio, como si esas cosas estuvieran un poco vivas. Así lo escribió Abelardo Castillo en uno de sus cuentos, “La cuarta pared”, donde afirma que en los objetos hay algo animado y también  algo que les queda adherido de los poseedores y de las personas que una vez al menos lo tuvieron entre sus manos. Son recuerdos y a veces, se convierten en pequeños y humildes ídolos disfrazados con trajes kitch, a los que se le rinden heterodoxos cultos de andar por casa, tan secretos y silenciosos que se confunden con una simple mirada. Son imágenes supervivientes de religiones olvidadas, lares domésticos que acaparan misterios insondables y claro, vistos así no hay quien los tire a la basura, sería un vil sacrilegio. Poseerlos tiene pues que ver más con la magia de un conjuro que con un una ordenación ornamental de las repisas. Y es que esas cosas son peor que los fantasmas, porque se los puede tocar.

Y hablando de figulinas y de Abelardo Castillo, me tengo que referir claro a uno de sus cuentos crueles,  “Los ritos” . El protagonista es un tipo de vacaciones, en un lugar llamado San Pedro, a orillas del Paraná. Describe sus devaneos, su cochambroso interior de escritor frustrado, su incoherencia de intelectual de izquierdas cuya ideología deviene en mera pose. Abelardo utiliza al inicio y al final del relato un adjetivo, “abyecto”, cuya definición bien podría aplicarse al narrador, concepto sumario que aúna las acepciones de falsedad y cobardía. Es también el triste que desprecia “la belleza, el dolor y sobre todo, el amor de una mujer” que evocó Castillo en Triste le ville. Vemos sus devaneos amorosos entre tres mujeres: Una es Adela, la amiga, la que se adapta a los tiempos, a las ausencias, la lealtad personificada pero también la que es utilizada, a la que puede decir te quiero sin miedo que a los dos minutos la pueda dejar. Luego se encuentra por primera vez a Maria, que es la claridad, la transparencia, el presente, la que no deja dudas, la carne tangible y burguesa, la que al final del relato se convertirá en espejo acusador del escritor.

La tercera es Virginia, alguien que le dejó y que no olvida. Es el pasado y el misterio, la que se le aparece en la memoria muy a destiempo, a la que dirige su narración como si fuera una carta sin destinatario posible. Virginia, es básicamente una de esas muchachas medio adolescentes, una “muchacha silvestre”, un personaje mezcla de beatrices dantescas y magas cortazianas que puebla muchos de esos relatos con los que descubrí a Abelardo (El tiempo de milena, La muchacha de otra parte, también y de una forma particular por la cuestión de la memoria, Capítulo para Laucha, que hasta el momento y no se por qué es mi favorito) El escritor retiene su imagen trayendo y colocando las figulinas de la repisa del escritor, estableciendo relaciones imaginarias entre ellas, como si cuando nadie las mira pudiesen hablarse, quejarse o quererse. Es la repisa que seis meses antes el tipo dejó limpia para hacer hueco a los libros, porque ella se había marchado, empeñando los más valiosos objetos para desempeñar una máquina de escribir, tirando el resto. Se establece así una dicotomía simbólica entre las figulinas y los libros, libros que tapian la pared como lápidas y es que esos libros se oponen a lo que los objetos de Virginia tenían de conformidad con la vida, con ese extraño y difícil milagro al que se podría identificar con “la alegría de vivir”. Vivir en un mundo que apenas se comprende con su amalgama de absurdos, especialmente en esos años en los que se ambienta el relato, cuando las noticias sobre Vietnam se podían solapar a las de un acuario alemán que afirman que un pulpo devoraba sus propios tentáculos, un extraño caso de autofagia que remite al narcisismo del escritor, a su síndrome de Prometeo que le impide darse a quien ama.

Antes de dejarle, Virginia le dijo que no sabía querer, que viene a ser como lo último que nadie querría oír, él se revolvió y le contesta con sarcasmo como para darle la razón, ella se limitó a reír y decirle con su inocencia imposible aquello de que “Yo te lo arreglo”, pero él no se dejará hacer. Ella se entretenía reordenando el mundo, simbolizado en ese tráfico de figulinas y es que el amor es un poco eso, que alguien te haga sentir la ilusión de que la vida tiene algún sentido, algún tipo de orden con el que apañarse. Virginia es también quien impide la autodestrucción narcisista del escritor , devolviéndole a la vida. Ella siempre apareciendo cuando entraba y encendía la luz de su pieza, especie de ángel protector en forma de inocencia y juego, constante juego que es como mejor se puede uno burlar de la muerte. Ahora, en San Pedro, Virginia se cuela por las grietas de la memoria. Ella se fue cansada de sus silencios, de la escasez de respuestas, de ese no saber querer tan inexcusable, vuelve también su nombre a los labios del escritor, cuando está con María.

En el final del relato, Maria le echa en cara lo que Virginia supone realmente para él: la aspiración a una pureza imposible (el nombre no parece elegido al azar), el retorno a una infancia que queda siempre demasiado lejos, la condición de Virginia como una ilusión platónica, a la medida de los deseos de él. Y esto no puede ser porque “el otro” siempre ha de tener, además de carne, voluntad, y la ilusión a veces no es más que un disfraz para ocultar el deseo de poseer a alguien manipulable, alguien que se ajuste a lo que somos, alguien al que valgan nuestras propias camisas. No, Virginia no puede ser una inerte figurita manejable. No creo que esto sea una mera cuestión de género, más bien es un defecto de toda relación amorosa que se precie, si se quiere, un lado oscuro de las idealizaciones y del amor cortés, origen de tantas desdichas.

No se, estas son las ideas que saco sobre Los ritos, desconozco si Abelardo estaría muy de acuerdo conmigo. En cualquier caso hay que destacar la escritura de Abelardo Castillo, tan elemental, tan fijada en el misterio, con sus relatos tan directos en la explicación de los afectos, en la evocación de objetos que cobran vida, como esas pequeñas figuras que se agarran a las repisas para que no olvidemos.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Cuarteles de Invierno de Osvaldo Soriano


La historia es sencilla, de esa sencillez con que se tejen los mitos, esos mitos tan griegos compuestos de héroes, odios, un coro, un concepto del bien que comparto, una batalla y un desenlace trágico. Andrés Galván, cantor de tangos y el bueno de Rocha, boxeador confiado pero entrado en años, arrivan en Colonia Vela para participar en los festejos organizados más que nada para homenajear a las fuerzas armadas y esto es Argentina cerca del 76. Galván, que está de vuelta de casi todo, sin embargo no encuentra buenas razones para sentirse a gusto en ese lugar, niega un autógrafo a un milico, se niega a participar en esa “estrategia de la reverencia, el codazo y la palmada” de la que Soriano se quejaba en una entrevista y le echan del pueblo. Antes descubre que al inocente Rocha le montaron una encerrona, va a combatir con un oficial local y tiene pocas posibilidades de salir por su propio pie de la pelea. Arriesgando su vida, volverá para advertir al boxeador, que entre medias se enamoró de la hija del cacique.

Del tema principal de Cuarteles de Invierno prefiero decir poco, tan solo rescatar la imagen final de esa Colonia Vela de puertas y ventanas cerradas, utilizable para ilustrar dictaduras anacrónicas, universales, para expresar de una manera definitiva la aridez sustancial del miedo colectivo y del silencio, ese miedo y ese silencio que hoy se conservan, ignorados y subterraneos, bajo las ciudades que duermen tranquilas en medio de una alarmante inanición de ideas.

La novela de Soriano se prestó pues, en los recovecos de sus páginas, en esos diálogos magistrales y vivos, para explorar otros temas que merecen ser reconocidos. Así la presentación de la amistad de esos dos personajes antagónicos, ingenuos, cervantinos, remedos de Oliver y Hardy, personajes de slapstick, de novela de aventuras y sin embargo tan entrañables, tan verídicos, tan aciagos. Esa amistad tan improbable encuentra su resorte, como ocurre en el origen de cualquier afecto, en un misterio indescifrable, irracional. Uno de esos tipos de amistad que, sin embargo, parece justificar cierta confianza en la bondad del género humano, presupuesto que en general viene a ser complicado de mantener. Sí, cuando Andrés Galván vuelve al pueblo para advertir a Rocha aun a riesgo de su propia vida, a uno no le queda más remedio que suspender la creencia de que conceptos como el coraje, la dignidad y la lealtad desinteresada se perdieron del todo en este deshilachado mundo.

Otro asunto que me interesó del libro fue el de la soledad, esa mítica soledad de los héroes, de los vencidos, de los que están de vuelta de todo. Con la ironía omnipresente en toda la obra, no recuerdo expresión más gráfica y socarrona de esa soledad que la respuesta de Galván a Rocha cuando este le pregunta si le espera alguien en alguna parte. Nadie, dice Galván, pero “bueno, hay una morocha que cuando se emborracha se acuerda de mi.” Entiendo la indignación de Rocha como un reconocimiento de la injusticia que supone que los buenos anden solos, hipótesis que me temo se corresponde seguro con la realidad.

Luego está el personaje de Marta, propiciadora de chocantes ternuras en Rocha, delatora de la fragilidad de los héroes y de los brutos. Marta, lectora de escasas novelas de aventuras, aislada y encerrada en la cárcel invisible que le construye su padre, constituye otra alegoría de la soledad que necesariamente conmueve, casi tanto como ese amor simplón pero indudable que le dedica el boxeador y que contribuye a engrosar el catálogo de emociones simples y precisas que pueblan el libro, dando a la historia una claridad que se agradece. Una claridad de película antigua, de esas en las que “el héroe, golpeado y humillado, sacaba fuerzas de su amor por una muchacha y destrozaba a sus rivales en un último gesto de dignidad.”

De Soriano también leí la legendaria Triste, Solitario y Final, esa novela cuyo título ya predispone a elogiarla como obra maestra, sin embargo me llenó más Cuarteles de invierno. Ayuda claro la presencia del boxeo, escenario recurrente y querido, perfecto para el final de una historia donde la derrota, la lucha y el coraje ocupan un lugar tan notable. El boxeo ejemplifica como pocas metáforas esa condición de la vida que es la derrota, dotándola, de una forma irracional, de una dignidad que es un enigma, pero que nos otorga la posibilidad de volvernos a levantar de la lona una y otra vez, a veces con escasísimos argumentos para suponer que podremos defendernos.

Soriano defendió que “los ideales son la única forma de saber que estamos vivos”. Yo también lo creo, ideales en un sentido extenso, ideales políticos, poéticos, éticos, personales, ideales demenciales, irrealizables, inutiles, necesarios. También creo que la literatura es una manera de hacer algo con esos ideales, es una pena, cómo los ideales se van fosilizando, cómo mantenerlos te puede costar tan caro, acabar triste, solitario y final, igual que el Flaco, ese ingenuo que mete los dedos en el ventilador, se lastima, llora y vuelve a meterlos, igual que el boxeador que en el último round se levanta tras la cuenta de ocho por un orgullo sin premio. Seguir confiando y escribiendo, aunque cueste mucho después de tantos knockouts, es otro de mis ideales, de esos con los que construyo mi utopia personal, tan plagada de dudas y extravíos.

Inexpresable Pizarnik




“Siempre está lo inexpresable
en su pugna con la palabra
ofrecida inútilmente,
rumor de ola insistiendo
en la orilla. Como quiera
que lo que es, es, lo dejamos
por si acaso quedara
en la mano alguna vez
ese grano de sal
que lleva oculto.”

Jose Antonio Muñoz Rojas
Entre otros olvidos

No está nunca de más avisar de la inutilidad de la escritura para transmitir lo que queremos decir. La cerrada estructura de las palabras es incapaz de contener los matices y precisiones que todo mensaje requiere, no por su naturaleza, sino por la nuestra que es incapaz de elegir vocabularios, tonos, sonidos. Estas certezas que poetas como Muñoz Rojas delatan, pasan desapercibidas para las mayor parte de habladores, que se conformarían con un diccionario de bolsillo y unas cuantas abreviaturas para definir todo un mundo.

Inexpresables son las intenciones, contradicciones, deseos y tristezas, inexpresables son las definiciones, que no se conforman con el sustantivo ajado por el tiempo y el uso que acaba tranformándolo en palabra muerta. Inexpresable es el mar, la soledad, la angustia y la hierba que se mece al viento. Tan inexpresables son estas cosas inútiles que la gente las olvidó o deshechó con furia hace tiempo, y prefirieron conversar de cuantificables y más cómodas nimiedades.

Todo esto no es una mera cuestión de lenguaje. No al menos como lenguaje ajeno a la vida. Para el poeta, la vida es el lenguaje. Vivir en las palabras se puede convertir en un mal negocio, en un error poco común pero del que es muy dificil salir. Estoy pensando en Alejandra Pizarnik, en su realidad, en la realidad de sus versos extaños, en la irrealidad de una vida que no se puede confundir con una ristra de costumbres o de frases hechas, esa realidad de la vida que te permite preparar un café por las mañanas, salir y coger el tren, llegar a casa y meterte en la cama para dormir. Alejandra no podía con esto, todo le era esencialmente extraño porque para ella era primero la palabra, si preferís, el poema.

El entorno se hace irrespirable cuando las palabras que se buscan y encuentran remiten a otra cosa diferente de lo que los demás ven. De ahí la rebelión, ese recalcitrante no aceptar las reglas del juego. La sociedad, la historia, el acuciante “hacer algo” son prisiones de las que no se escapa con facilidad, porque están los carceleros, sí, pero también el impulso interior que pretende alguna seguridad, la posibilidad de un abrazo, de una comprensión, de algún tipo de ancla que nos permita descansar del vuelo, de la suspensión del saltimbanqui, de la atroz realidad de los sueños que parecen inundados de nieblas insalubres. Y sobre todo está el tiempo, con su inconfundible insistencia de que nada tiene sentido, de que no lleva a ninguna parte, de que las esperanzas y los deseos hay que sujetarlos con cadenas, arremeter contra ellos es necesario, y la poesía, claro, es una cosa muy distinta, tan ajena al tiempo que solo contempla dos posibilidades de recontarlo al margen de relojes y años: el instante y el siempre, entes inaprensibles, quizás inexistentes. Para Alejandra, para cualquiera, escribir el poema es una curación frente al tiempo, frente a la distancia con los otros, es restañar la herida, la escritura y el lenguaje como remedio último y doloroso frente a todo.

Luego está el cuerpo y sus pretensiones traducidas en hambre, en sed, en deseo de otros cuerpos. No es por tanto una cuestión de una idealización excesiva, de un simple estar en las nubes, sino en un complejo e involuntario estar en otro lado, un lugar irreconocible y aún más grave, sintiéndote alguien que no se reconoce a si mismo. El poeta es siempre el extranjero, el “otro” al que es complicado dominar, hacer que se ponga en marcha, que acceda a trabajar en las cosas que los demás terminan sin esfuerzo, sin pensarlas, sin necesidad de traducir cada orden corriente, cada indicación del camino. Y no es una idealización porque como Nerval, como Tsvietaieva, como Plath, Alejandra no se conformaba con el privilegio de vivir en la poesía sino que además añoraba compartir la adecuada vida de los demás. Ella misma lo dijo en una entrevista, ella no quería hablar sobre el jardín, quería verlo, pero, reconocía, en la vida no tenemos lo que queremos. Tuvo que cargar con el feroz deseo de todo lo terrestre, de todo lo material que le es por una oscura ley negado, dejándola en una tierra de nadie que resulta inhabitable y de ahí quizás o no se sabe por qué, el suicidio.

Este tipo de muerte me da coraje, lo entiendo, pero me da coraje, como le dio coraje a Cortazar en sus cartas, y uno parece querer unirse a aquella exhortación tan absurda que le pedía que viviera, que siguiera viviendo, que lo intentara al menos, que no pronunciara esa palabra demasiado grande, muerte, que en sus poemas parece más bien una palabra inocente. En cualquier caso, lo que no me parece es que su muerte sea una forma de delirio, algo que encerrándola en el Pirovano se solucionase, “¿por dónde empezar a curar?”, no, era otra cosa, qué otra cosa es lo más oscuro e inexplicable de Alejandra.

El manejo de las palabras requiere una concentración a veces de una dureza insospechada, exige que la mente divague por su mundo de una forma autónoma, ajena a los objetos que nombra y a los lugares que habita, alejada de la simpleza de unas ciudades que nosotros nombramos como destinos turísticos, como realidades históricas, como lugares en un mapa. Buenos Aires, París, Nueva York y su West Village “con rastros de muchachas estranguladas”, fueron para Alejandra lugares inexistentes, de ahí que viera como algo ajeno las convulsiones que la rodearon, de ahí que los cuartos en donde vivia permanecieran desordenados, con ese tipo de desorden que delata al poeta, la cama permanentemente deshecha, los libros acumulados en los rincones, los platos sin lavar y el polvo acumulándose y no importa, como no importa el mayo del 68, como no importa la guerra del Vietnam, ni las torres ni los gritos, y esto no es una indiferencia cualquiera, es que no se puede hacer otra cosa, si te dices que no sirves para nada, que no eres de este mundo, como Ossip Mendelstam, que no eres contemporaneo de nadie, simplemente estás diciendo que no puedes aunque quieras y eso no es una excusa.

Afortunademente siempre hay alguna persona en esas ciudades con las que encontrarse, mejor si es con un Cortazar, con un Paz, con un Porchia, también poetas, gente que entiende, dispuesta a compartir las noches carentes de sueño, pero que sin embargo no significan más que una pausa lánguida en su certeza, la certeza de una soledad buscada, anhelada, de una soledad hecha de silencio que tranquiliza, porque lo que no puede es vivir en su casa de Montevideo o de Avellaneda, acompañada por su familia, y entonces resulta evidente que es extraño verla irse a Paris, a las ciudades más pobladas para encontrarse sola, y es que el poeta está siempre abandonado y lo demás son máscaras, desde luego no tienen sentido ni la fama ni los premios, que son como el amor correspondido de alguien a quien no esperas. Hablando de Paz diré que algunos de los poemas de Alejandra siempre me parecieron una especie de haiku, esa revelación fugaz en escasas palabras que define la mirada y el tiempo de forma precisa, el haiku como la forma poética más cercana a la soledad, al silencio de la simple contemplación de las cosas.

Entiendo también que el silencio y, por tanto, la poesía, es una forma de la libertad, una forma de desentenderse de tanto discurso forzado, de tanta mentira afirmada como absolutos, de tanto mediocre sofisma del que depende el buen funcionamiento de la estructura social, “todo lo cotidiano es mucho y feo”, y sí, el silencio de Alejandra, como su poesía, se convierte en un ejercicio de libertad irresponsable, como bien sabían los surrealistas, como sabía Cortázar, tan semejante a ella en ocasiones de su escritura, en su afición por damas sangrientas, una amistad linda la de Julio...cuentan que le dió el manuscrito de Rayuela en Paris para que Alejandra lo pasara a máquina y así sacar un poco de dinero, Cortazar dándole el tesoro sin lástima pero queriendo ayudar, ella aceptándo pero luego perdiendo el manuscrito, y es que ella era poeta, no secretaria y para que más explicación, además luego lo encontró... afortunadamente para todos.

Lo que no son máscaras son los temas de sus poemas, las sombras, los jardines, el bosque, la noche y la lluvia, que al fin y al cabo son los temas generales de la poesía, como son los temas generales de la infancia, pero que en Pizarnik se desgranan con una insistencia diferente, como si sus versos no reconociesen otra realidad que la suya y la que se filtraba a través de sus ojos. Luego están también los libros de otros, donde cabe la extraña posibilidad de contactar con alguien, a través de las palabras leídas parece que renace esa posibilidad del encuentro con otro, la escritura como enlace, la palabra que de repente encuentra un eco, un oído que nos brinda la posibilidad, durante un segundo, de suponer que no estamos absolutamente aislados y esto sólo lo consigue la palabra, la música, el amor, ese tipo de engendros tan perseguidos, tan rechazados, tan maltratados, sospechosos siempre de un crimen que no han cometido.


Alejandra al parecer leía mucho y bien, anotaba lo que le interesaba, volvía a ello, retenía una frase, un adjetivo, lo retomaba y lo reescribía, porque escribir siempre es reescribir, vemos los objetos que tenemos delante a través del espejo de las palabras de otros, la rosa es y será la de Burns, aunque no hayamos leido a Burns, y la de mil que como él la nombraron y la identificaron con infinitas formas. Cuando la vemos en un jardín la rosa ya tiene todas esas definiciones añadidas y no nos queda nada más que elegir los matices del sonido, las preferencias del tacto y del recuerdo, las comparaciones con las que intentamos precisar una nueva definición, las cualidades que indican qué es lo que vimos cuando miramos la rosa y escribimos sobre ella y entonces ocurre el milagro que encontremos lo que decía Muñoz Rojas en el poema del inicio, la “sal oculta”, el resorte definitivo que convierte el poema en una especie de milagro reservado a gente como Alejandra, que llega y dice aquello de que la “rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos” y consigue esa especie de milagro que consiste en entender qué es una rebelión, qué una rosa, qué el acto atroz del que mira para ver y asiente ante la esencia de las cosas, convertidas en palabras, en humildes palabras de dos sílabas.

En fin, he de confesar que escribir todo esto sobre Alejandra, de la que tanto se ha hablado ya, me dio un pudor bastante insidioso. Siempre me queda la idea de que no tenemos derecho a buscar causas, de arrimarme a teorías, de intentar explicar un poema, que es una actividad que debería estar quizás prohibida pero que no podemos dejar de perpetrar. Con Alejandra cuesta más, porque sus poemas la definen, porque la fragilidad de su figura parece romperse si te acercas demasiado, si pretendes reducirla de alguna forma. Y es que ella fue otra de esas palabras inexpresables, contradicción viviente, alejandra es sólo un nombre, debajo está ella, esperando.

“¡Pudiera ser tan feliz esta noche!

si sólo me fuera dado palpar
las sombras, oír pasos,
decir “buenas noches” a cualquiera
que pasease a su perro,
miraría la luna, dijera su
extraña lactescencia tropezaría
con piedras al azar, como se hace.”

Noche
De la última inocencia (1956)