sábado, 16 de noviembre de 2013

El retorno de las notas y el pasado de Alan Pauls



El pasado siempre vuelve. Esto es un hecho. Nadie lo duda, aunque la frasecita signifique tan poco si no damos detalles. En mi caso el pasado vuelve en forma de notas. De papeles sueltos. También de esos amarillos. Son notas que cualquiera hubiera eliminado, con el supuestamente sencillo deber de coger una nota que ya no te tiene que recordar nada y tirarla al tacho de basura. Esto podría ser lo más recomendable. Las notas son más que nada para eso. Para recordarte cosas prácticas, para no olvidar el nombre de una canción que pasó por el oído y te gustó, para listas de compra, para rescatar de algún libro una frase, una palabra, un párrafo si prefieres, que no se puede dejar pasar y olvidar en medio de las demás, una frase que te suene tan bien que coges un papel cualquiera, el reverso de un ticket, un medio folio, un sobre roto, o lo que sea y entonces la escribes y la dejas en el mismo libro, o en un cuaderno, o sobre la mesa, en cualquier lugar y por eso la nota de la frase inolvidable al final se pierde, como era su destino, si antes no la tiraste a la basura. La memoria se deja para gente como Borges. Las notas, sin embargo, es posible que permanezcan, que después de mucho tiempo vuelvan a aparecer donde menos lo esperas y te muestren esa frase, esa lista, esas palabras que lo más probable es que ya no entiendas.

Son cosas absurdas, como la mayoría de las que nos suceden. Lees esa nota perdida y te quedas media hora pensando por qué la escribiste, por qué te gustó esa frase rescatada de un libro, qué significa, en qué lengua está escrita, si realmente fuiste tú, porque la letra con la que escribimos es verdad que varía un poco con el tiempo, yo seguro no reconozco mi propia letra de hace años, tampoco la de ahora y entonces lees esa nota y te quedas pasmado pensando en quien diablos escribió eso y lo dejó caer en medio de tu habitación y por qué hoy, precisamente hoy, sale a la luz tras años escondida debajo de la cama, acumulando polvo.

Sobre todo esto escribió, entre otras cosas, Alan Pauls en su novela titulada El pasado, título que para una novela se me antoja demasiado poco preciso, pero es que esta novela va de eso, del pasado como arma arrojadiza, de ese animal extremadamente peligroso que es el tiempo cuando se recuerda, cuando no se deja pasar, cuando uno mira para atrás sin querer y le entra una de esas enfermedades incurables que son la nostalgia o el trauma. En la novela de Pauls, el pasado tiene otro nombre, Sofía, que es un antiguo amor del protagonista. Sofía se resiste a ser olvidada y inoportunamente usa del azar para reencontrarse con Rímini. Hasta aquí no parece que la cosa sea demasiado problemática, pero Pauls logra que estos reencuentros se parezcan más a un sádico acto de crueldad que a otra cosa por parte de Sofía. En uno de los primeros capítulos, Rímini se ve rodeado de notas dejadas por Sofía. Coleccionadas al principio, el desamor entre ambos se va mostrando lentamente en la relación que Rímini tiene con esos papeles dejados por ella. Primero descubre uno y posterga el momento de leerlo. Después se olvida por completo del mensaje. Al final él la miente diciendo que lo ha leído. Más tarde lo encontrará tras hundir la mano en el bolsillo y reconocer “en el fondo un pedazo de papel endurecido, rugoso, cuyos bordes se deshacían al tacto”.

Las notas tienden a degradarse con el tiempo, aun cuando no pasen por la lavadora. Se arrugan, se deshacen, se borran. Sí, la nota perdida es una metáfora perfecta del tiempo. Algo que ya no vale la pena almacenar. Pero yo como dije, las guardo si me las encuentro. No tengo ni idea de para qué. Repasarlas me deja perplejo. Como esa que encontré en un diccionario y tenía apuntada una dirección, Kelly Drive, que ahora busco dónde está y resulta que es de Filadelfia, a dónde nunca pensé ir. En otra etiqueta rota escribí una frase “quien piensa no hace quien hace no piensa” de la que, por supuesto, nunca hice el menor caso. Tengo un código de no se que máquina, un verso de Píndaro sobre la noche, el horario de trenes de una ciudad a la que nunca fui, una frase de una canción de Liz Lawrence, y palabras, sacos rellenos de palabras que no indican nada, que no llevan a ningún lado, ni siquiera a un recuerdo difuso, y luego están esas notas que creo no escribí yo, en una de ellas pone tan solo “ánimo” y en otra una inesperada carta de disculpa falsa, mínima, parcial y probablemente apócrifa.

Son puñeteras las notas. Como el pasado. Son piezas de un puzzle absurdo, una forma del azar, también del desconsuelo por el tiempo perdido. Propongo retenerlas y acumularlas en cajas. Tal vez así un día podamos descifrar y recomponer el enmarañado guión que seguimos. Y si no, perdernos en su azarosa complicidad con aquel o aquellos que las escribieron y que nos sugirieron cosas que no hicimos, palabras que no dijimos, recordatorios de tareas que nunca llevamos a cabo. Por fin está un último recurso, quemarlas. Es un sutil rito que elude el poco refinado acto de tirar algo a la basura. Las notas se deshacen en humo y se olvidan. Como hacen los indios con los cadáveres. Como ellos, sabemos que las notas reaparecerán. Probablemente debajo de la cama, arrugadas y cubiertas de ceniza.