martes, 27 de octubre de 2015

Manos



Si hay una criatura extraña en la naturaleza, esa es la mano, tan plagada de dedos, tan inquieta, tan pronta a cerrarse cuando un peligro acecha. Son animales fuertes, las manos. Muy inteligentes, resistentes a los cambios, a los roces, a los golpes, al constante azote de las  temperaturas y las lluvias, son seres extremófilos emparentados con esas bacterias y caracoles que moran despreocupadamente en el ácido y en el hielo. Algunas especies de manos, algo más remilgadas, usan de guantes, de bolsillos y manoplas para protegerse y se entiende, porque una mano también puede ser frágil, una presa fácil para un depredador experto.

Es conocida la evolución de esta especie. Se encontraron fósiles cretácicos que eran manos de cuatro dedos. Pese a que se apañaban bien así en un principio, la cosa se fue complicando porque era como si faltara algo, hasta que alguien percibió que una mano de cuatro dedos pellizcaba mal y de ahí que surgiera el quinto dedo, el gordo, que le dio la forma de complitud y de maña que tiene en nuestros días y que le permiten coger una taza de café de una forma altamente civilizada.

No suelen andar solas, aparecen casi siempre en parejas, tienen esa manía. Cuando hay un peligro tácito, cuando el frío hiere, ambas se juntan, se retuercen, entremezclan sus dedos, se frotan casi hasta provocar chispas. Ocurre también que diferentes parejas de manos se unan entre sí, pero este extraño comportamiento no provoca ninguna clase de celos. Acostumbran atrapar objetos, por el mero goce de rozarlos, de jugar con ellos, de entender sus formas. Sienten una especial predilección por los topacios, por las figuras de jade, por la seda, que como todo el mundo sabe, es aire tejido. Juguetean con ellos, palpan lentamente la superficie, raspan intentando profundizar en sus secretos, para alcanzar la pulpa, la escondida esencia que los define. Muchas veces fracasan, entonces los dedos se relajan y el objeto resbala, cae al suelo y se rompe.

Las manos más sabias, que se concentran en manadas en las estepas asiáticas, por razones que nadie más que ellas entienden, toman las cosas y las dejan escapar al poco tiempo o simplemente pasan a su lado, sin hacerles el menor caso. Despreocupadas siguen su camino, en espera de nuevos encuentros. Tanto desapego contrasta con la de las manos que viven en las escarpaduras de algunos montes de Europa, que se ciernen sobre las cosas como si toda su vida dependiera de ello y como garras de pájaro de prominentes uñas las protegen y las ocultan hasta de sus propias familias. Muchas de esta especie poco afortunada se pueden encontrar deambulando por los desiertos,  encadenadas a anillos y pulseras, locas. Se quejan de que la libertad las haya olvidado, desgraciadas a pesar del adorno de esas gemas de cuyo frío tacto tanto se enorgullecen. De estas especie eran las que hace un tiempo iniciaron la implacable persecución de las manos izquierda. Aunque a primera vista nadie las diferenciaba de las diestras, éstas emprendieron unas razzias terribles, con juicios sumarios y fuertes tintes de locura. Hubo hogueras y muchas manos izquierda fueron ajusticiadas en piras de madera, dejando tan solo para su recuerdo un montoncito de siniestras cenizas.

Aun hoy las hay airadas, siempre prestas a metamorfosearse en puño, en ariete y arma. Los tortazos a mano abierta que dan muchas veces sin razón alguna,  también son temibles. A estas es mejor acercarse con precaución. Muchas acaban en jaulas por su orgullo y son carnívoras. Pero esto solo lo sufren unas pocas. La mayoría lleva una vida sencilla, toman arados, juegan con extrañas máquinas, revientan con delicadeza y placer infinidad de granos, se esconden en orejas y narices, son aventureras y no reniegan de los sitios oscuros, les gusta escarabajear palabras con lápices y pringarse de pintura con la que estampar su huella en las paredes, otras se contentan con arañar cuerdas para pronunciar notas, con hacer ondas en la superficie del agua, con agitarse como un péndulo para decirse adiós o con provocar misteriosos estallidos de placer. A las crías de las manos, como no, les gusta meterse donde no deben, hacer cosquillas y dar cuerda a los relojes. Las manos que aplauden están en algunas zonas en franco peligro de extinción, aunque muchas se alzan pidiendo lo suyo, convocando asambleas, agrupándose en manifestaciones, son manos huelguistas que reparten panfletos...creo que fue una de estas la que dejó entrar Cortázar un tarde en su casa, esa que le caía tan bien porque tenía poco de voluntariosa y si mucho de pájaro y hoja seca y a la que puso por nombre Dg, que es un nombre extraño como son extraños todos los nombres sin vocales.

Otras manos, afectadas por la lluvia ácida, los cambios climáticos o las reducciones de sus hábitat debidas a la tala de los bosques donde antaño tenían sus refugios, caen inertes en bolsillos sin fondo, en oscuras y muy tristes cuevas donde no les queda otra que jugar con las llaves y las monedas. En una isla del Índico se encuentra la más excepcional clase de mano. De piel fosca, son largas, pero abultadas y muelles, cubiertas por tatuajes de henna.  Se alimentan de puros sueños, de palabras en su oscuro idioma, que se basa en un alfabeto de contorsiones. Con exóticos malabarismos de sus dedos emiten letras, símbolos de un lenguaje complejo, infinito, un silencioso lenguaje que suele devenir en poemas o canciones. Al atardecer, entre las palmeras (si las encuentras, porque son tímidas con los extraños), al borde de un arroyo o en las playas, puedes verlas en parejas, charlando. Si te fijas mucho, podrás percibir su música. Un mito local resume su cosmogonía. Cuenta que dos manos primigenias se juntaron, se entrelazaron en forma de cuenco y retuvieron en su seno la lluvia, el agua de la que nació todo y que ahora son los océanos que rodean la isla. De que no se separen estas manos depende la continuidad del mundo, que podría disolverse de un momento a otro en una enorme cascada, en un terrible sumidero que rugiría sin compasión...sin embargo, por la noche, alrededor del fuego, las manos no temen nada, simplemente duermen y sueñan en espera de nuevas caricias.


Solo ellas pueden conseguirlas. Las caricias. Son su especialidad, muchas veces también, su deseo inalcanzable. El arte de la caricia no es fácil de aprender. Ni siquiera en las bibliotecas te lo explican. La caricia requiere de cierta preparación, mental, emocional, espiritual, también conviene que las manos se corten las uñas, unas a otras, así, aunque esto es algo que nunca les gusta demasiado. A las manos peludas tampoco les gusta que les corten el pelo, porque se quedan frías. Alguien dijo que las manos fueron creadas para esto, para proporcionar caricias gratuitas, al descuido o guiadas por una necesidad inexplicable. Ellas saben el secreto, el porqué de la sed de caricias. Saben que ese roce mínimo y difícil requiere de algo más que una mera piel para ejecutarlas. Saben que si la caricia no provoca un estremecimiento es mejor no insistir. Saben que son gratis. Las manos, humildes, saben que ellas son nada más que un instrumento, que las caricias, en el fondo, se reparten entre dos almas. Ellas entienden estas cosas y muchas más. Por eso, cuando sueñan, se sienten seguras. Piensan que el mundo les esperará a que despierten. Los objetos, infinitos, necesitan su caricia porque si no, probablemente desaparecerían. Creen que las manos no les dejarán caer al suelo sin una buena razón. La caricia es una especie de mirada. Es cierto que los ojos a veces envidian a las tribus de las manos. Pero su extraña relación ya es otra historia.