lunes, 18 de diciembre de 2017

Improvisación



Shakespeare tuvo un problema cuando, durante la representación, los actores veroneses que hacían de Romeo y Julieta se enamoraron. Su obra se disipó. Quedó la que no estaba escrita. A Will le dio un síncope. 

domingo, 7 de mayo de 2017

La metamorfosis de Baucis y Filemón


No recuerdo el lugar o lugares concretos donde los vi, era en algún parque desnudo, invernal, vacío de gente y con suelo de charcos, bajo cielo plomizo o tal vez en una de esas veraniegas apoteosis verdes. Sería uno de esos parques o plazas de ciudad pequeña que contienen el milagro de una fuente. Allí vi como dos árboles, con aspecto esquelético invernal o con exuberancia de hojas, alargaban sus ramas enrevesadas para alcanzar las del árbol contiguo. Vi cómo se entrecruzaban mezclándose como en un laberinto sinuoso hasta casi no poder distinguir qué rama pertenecía a uno u otro árbol. Propenso como soy al antropomorfismo, fue inevitable imaginar esta lucha por el espacio y la luz como la figura de un abrazo, como la expresión de una unión intencionada que hacía pensar en alguna clase de amor vegetal. Tal vez eran plátanos de sombra, pero si se hubiera tratado de una encina y un tilo, tal vez hubiera encontrado a Baucis y Filemón.

Este mito contiene en germen maduro buena parte de los hitos fundacionales de la literatura universal. Está el mito bíblico del diluvio, compartido por muchas teogonías ancestrales, están elementos del cuento popular en el que la hospitalidad recibe premio, está el dios o rey que se pasea de incógnito entre los mortales o la plebe. Incluye un tratado sobre historia natural, por supuesto, es una historia de amor de una ternura que alivia las crueldades guerreras o enaltecedoras de la venganza de toda la literatura greco-romana. El perdón de los dioses al ganso no deja de contrastar con la lanza que late en el pecho desgarrado de los héroes de la Ilíada. En realidad, toda las metamorfosis son un compendio sensorial de altísima intensidad. También podría ser un recetario. A uno se le hace agua la boca pronunciando el listado de viandas que los viejos ofrecen a los dioses, lomo de cerdo ahumado, nueces y cuajadas incluidas, que amplía un poco la variedad gastronómica de los romanos a los que veíamos abocados a alimentarse únicamente con esa pestilencia de garo tan incompatible con las exquisiteces italianas actuales.

La Metamorfosis, como todo el mundo sabe, es una apología de la mudanza. Es Pitágoras, al final del libro, quien lo resume así, quien viene a observar que ningún ser humano permanece igual a sí mismo más de un par de segundos, que nuestras células se renuevan de continuo. No se sabe si es un consuelo último que incluye el que no desaparezcamos al morir, o es una traición a nuestras ínfulas de permanencia, a nuestras absurdas tendencias al acopio, a nuestra confianza conservadora. En cualquier caso, la idea deja un barniz de resignación. El inicio es la invitación a suspender la incredulidad más justificada que existe. “Todo lo que los dioses quieren se cumple” viene a ablandar un poco la rígida estabilidad de las leyes naturales, esa resabiada propensión matemática que algunos llaman destino y que viene a ser una reducción frugal de la libertad pura, de esa clase de libertad que posibilita la literatura fantástica y la religión. Entramos en la paradoja romano-griega que permite convivir una concepción científica del mundo estable y racional con las Erinias y Bacantes. Las paradojas de la mecánica cuántica parece ser que vienen a reforzar una idea del mundo que cuadra mejor con la existencia de estas últimas que con las leyes universales de Newton. Dionisio va ganando la batalla a Apolo, o al menos parece que la explicación de la naturaleza tiende a unificar ambas miradas.

Por otro lado, hay que evitar la tentación de convertir la metamorfosis en un tratado moral. Es incierto que las transformaciones se puedan asimilar a castigos divinos. A veces, como con Baucis y Filemón, son compensaciones tardías o meros mecanismos naturales. También, como Borges pedía al poeta Caedmon, pueden ser un canto al origen de todas las cosas. Las didácticas fábulas para niños con moraleja han hecho mucho daño a la literatura. De hecho, reducir esta historia al premio que los dioses conceden a los viejos por su hospitalidad es absurdo. Ellos se salvan del diluvio, pero tan sólo para morir tranquilos transformados en árbol. El sacerdocio es un trabajo añadido. Aquí el único que sale ganando es el ganso. En realidad, los dioses griegos o romanos son todo menos seres éticos o benéficos. Su arbitrariedad los define, así como su lujuria, egoísmo y crueldad tanto como su belleza pergeñada en mármol. Es esta falta de justicia la que los hace verídicos, la que convierte la mitología en valioso filtro de la vida. La naturaleza no tiene tampoco piedad de sus criaturas. El azar, la arbitrariedad de los dioses, están omnipresentes. Esto, creo que pensaban los griegos que se andaban con mitologías, nos debería proporcionar consuelo. Nos libera de obligaciones, solo nos queda dejarnos hacer. Uno no se construye su propio destino. A los existencialistas no sé si le gustan las metamorfosis. Son una invitación a claudicar, si no fueran literatura.


El diluvio como castigo divino, viene a ser, desde el Génesis, un tópico fatalista. El agua arrasa y purifica. Viejas huellas genéticas de catástrofes prehistóricas. El relato de Ovidio añade una precisa nota faunística en las marismas que quedan tras el desastre: aparecen somorgujos y lacustres fúlicas. Estas son las gallinetas o las fochas. Comparten su gusto por vivir en el agua con la oscuridad de sus plumajes. Son aves más bien tristes y transmiten la sensación de frío húmedo en los huesos, te llevan a una charca con niebla y juncos, temiblemente quieta. El tópico circular de la conservación de la materia en la naturaleza deviene en un catálogo botánico y bestiario que incluye seres, como los centauros y las hidras, que apenas provocan más perplejidad que los más comunes árboles, flores y pájaros en la aceptada esencia verosímil de los mitos, ya habiten en nuestros cercanos parques o en las atroces pesadillas. El carácter onírico de todas las metamorfosis es evidente. Parecen surgidas de ese auténtico Hades que es nuestro subconsciente. Esos cambios progresivos descritos con maestría narrativa remiten, por ejemplo, a las ilustraciones de Otro mundo de Jean Ignace Grandville, quien dibujó mutaciones de objetos que derivan en siluetas y finalmente en figuras humanas y que intentan describir la extraña mecánica de la fabricación de sueños, los “somnia” que Ovidio situaba en el país de los cimerios y a los que comparaba, por su multitud, con las hojas de las frondosas selvas, como las hojas entrelazadas de Baucis y Filemón que probablemente soñarán el mismo sueño.