Entre las cosas más viejas que guardo en la memoria está ese cuaderno que era de tapas naranjas y sucio, manoseado, con las esquinas rotas, con un pájaro en la portada. Era lo que se dice un silabario, precioso nombre, aunque entonces le decía simplemente cartilla, la cartilla para aprender a escribir y supongo que me lo entregaron al poco de empezar a ir al colegio. El procedimiento de aprendizaje era sencillo, tan solo estaban las letras y tu no tenías más que copiarlas, dibujarlas al lado con tu lápiz de trazo grueso y carbón, lentamente, evitando las timideces, los miedos a salirse de la línea, en ese momento de la vida tan determinante en que uno tiene que abandonar los garabatos y ponerse a dibujar letras, cosa que se hace sin pensar, seguro sin saber por qué te tienes que dedicar a eso y a los números y a las reglas de conducta cuando hasta ahora te conformabas con ver pasar el tiempo entre juegos de pelota y paseos por el campo, poco más. Esa imitación de vocales y consonantes sin sentido era un arte de escritura rebajado a mero dibujo, lo mismo daba que fuera una letra que una nube, el caso era tener el pulso firme y no despistarse demasiado. No puedo dejar de sentir cierta nostalgia por aquel rapaz que así empezó a conocer, como decía el gran López Velarde, la o por lo redondo...
En El discurso vacío, Mario Levrero parece querer devolver la escritura adulta, la escritura literaria, profesional, existencial, devoradora, la escritura maldita a la simplicidad absoluta de un simple dibujo, al elemental redondear sílabas sin más pretensiones. El narrador emprende este ejercicio por prescripción médica, forma parte de una terapia extraña, que complemente los psicofármacos, que de alguna manera atenúe los síntomas de una depresión inminente y justificada por un tedium vitae de sintomatología difusa. Poco a poco, en estos ejercicios grafológicos o caligráficos irá surgiendo una especie de discurso, de contenido inevitable, que abarcará los escasos indicios de vida que le rodean y su condición de escritor “literario” frustrado, angustiado y devenido en pobre fabricante de crucigramas de momento en paro.
Parece inevitable, aunque quizás no sea la intención de Mario, encontrar en este magistral diario de un grafólogo una lección perfecta de escritura, una profundización muy sugerente sobre la práctica de la escritura literaria, un arte poética aparentemente improvisada e irónica, pero que contiene muchas de las claves que nadie que pretenda dedicarse a esto puede ni debe pasar por alto. Una de las ideas que se van destilando del diario es la de que toda escritura parte de un estado de ansiedad del autor. El impulso de escribir, esa fuerza extraña y generalmente absurda que le encadena a uno a una actividad de la que se obtienen escasísimas recompensas y demasiadas frustraciones, es algo ciertamente incomprensible, patológico. La ansiedad parte de esta contradicción elemental entre lo que queremos hacer y lo que sabemos no debemos hacer, esa recaída constante que nos lleva a escribir como si no hubiera otra actividad a la que podíamos dedicar el tiempo.
El tiempo, denuncia Levrero, es precisamente una de las causas de esta ansiedad, en concreto, la falta de tiempo, el hecho irremediable de que a uno no le alcanzan las horas que tiene un día para escribir lo que pretende, para hacer un hueco entre el resto de actividades que nos mantienen más o menos con vida y esa labor tan lenta, tan plagada de errores, rectificaciones y páginas desechadas en que se nos va media vida. El tiempo también como elemento definitorio de la escritura cuando se pone uno a ello y se da cuenta de que te has convertido en un viejo, la edad como alarma que te advierte de que la idea de que hay infinitos libros por escribir solo es una ilusión infantil. Y es que Levrero entiende que uno escribe no solo con el cerebro, sino con todo el cuerpo, con el cuerpo enfermo y con sus posturas erróneas y con la vejez y la desdicha, por supuesto también con el ritmo de la respiración y las intuiciones de un corazón que no siempre late como desearíamos. Esto es una idea que entendieron bien los amanuenses medievales, esos monjes en general irlandeses que dedicaron su vida a copiar manuscritos y que acabaron con las espaldas y los riñones destrozados, con los ojos fundidos después de permanecer durante horas y horas frente al pergamino, sujetando el buril hasta el desfallecimiento. Y es que a veces se olvida pero la escritura tiene un lado físico que tiene que ver con el cuerpo y con los instrumentos, con los lápices con que se intentaban copiar aquellas vocales, con el tipo de tinta y birome, con la fantasmagórica realidad de los computadores, con el papel, con la forma visual de las palabras que una vez no fueron más que eso, formas sin alma, sin sonido, simplemente letras y materia prima en espera de convertirse en historias y poemas.
La ansiedad no es la única enfermedad que hay que hacer frente si se pretende escribir, Levrero también habla de las psicosis externas que van introduciéndose en el discurso, la oleada de objetos, observaciones, lecturas y actos involuntarios que penetran en lo que vamos escribiendo y que lo aleja de nuestra propiedad: “¿qué porcentaje va quedando de mi mismo?” se pregunta el autor del diario y es que la propiedad intelectual es uno de los más dudosos derechos de todo escritor, sometido desde el inicio a la percepción del torbellino de ideas externas que pretenden acceder a su pluma y que muchas veces no deja más opción que ordenarlas y ahí está la autoría, una autoría que necesariamente no puede acabar en orgullo. Queda la pregunta de cuándo elegimos nosotros los temas, las palabras, las formas de lo escrito y si no todo será más bien un azaroso olvido de nosotros mismos.
Progresivamente, en el diario de Levrero, el ejercicio grafológico va dando paso, como decía, a un discurso, aparentemente vacío, sin sentido, a ese escribir cualquier cosa, ya sea las vicisitudes del perro de la casa o la incongruente relación de sueños, pero Levrero nos engaña con el título y entre el aparente sin sentido se van deslizando una profunda descripción de la vida del protagonista, un discurso sutil que revela, sin aparentemente proponérselo, todo lo que una historia tiene que revelar para que se pueda considerar un texto literario, incluido ese “contenido oculto” que son las significaciones que se esconden en un relato trivial, las abstracciones o mensajes secretos, los dobles-sentidos, lo que hay que leer entre líneas: no deja de ser un misterio, un azar, estas asociaciones, estas segundas lecturas que diferencian un texto literario de un prospecto de medicamento, cuyas frases lacónicas apenas quieren significar una cosa y basta. En El discurso vacío se va incorporando pues otro nivel de lectura que requiere un esfuerzo del lector y de cuya interpretación acertada o azarosa depende la comprensión de lo que el autor quizás pretendió trasmitir. Levrero aquí juega con la idea de que este discurso oculto, muchas veces si no siempre, se añade al texto de una forma subconsciente, no intencionada, aunque a veces el escritor diga que “tengo ganas de escribir algo literario”. Yo quiero pensar que de esta espontaneidad depende la calidad literaria de la obra, porque a nadie le gustan los acertijos gratuitos y enrevesados, pero si la condición de la escritura como universal metáfora, el lenguaje siempre abierto a varios sentidos en una misma frase. El extraño arte de captar ideas ocultas, es una de las felicidades más sutiles de toda lectura.
Una de estos sentidos ocultos surge de la definición del personaje como alguien que esta permanentemente demorando una mudanza, un viaje, un cambio, planes pendientes que dan lugar a una sensación de inmovilidad, de bloqueo o parálisis, algo que sin duda se puede considerar como el peor de los infiernos que puede afectar a un escrito, el bloqueo final, la página en blanco, un monstruo para el que no hay recetas, ni modo de evitarlo, salvo tal vez el recurso desesperado de unos puntos suspensivos...
Llega un momento en el diario en que el discurso se llena por completo de significados, de poesía, es ese día en que escribe de una forma memorable las asociaciones imposibles y privadas entre unas ruinas abandonadas, entre la música de Bach, los paisajes de “vidrios rotos en la luz especial de la puesta de sol”, la orquesta de Enrique Rodríguez y las opiniones de Dylan Thomas sobre lo efímero o no de la belleza. El escritor reconoce en esas ruinas que reflejan la luz una imagen de él mismo, del hecho de que toda escritura nace de las cosas que suceden dentro, de una cierta contemplación narcisista, por más que se intente evitar, por más que ese yo que intenta abrirse se rompa a pedazos o esté seco como la mojama.
Este narcisismo se traduce en la necesidad de privacidad, de intimidad, de concentración continuamente interrumpida por azares diversos, unas interrupciones de la escritura que, reiteradas durante toda la obra, inciden en la idea de la dificultad para escribir en medio de los ruidos externos, en la propensión a producir ex-cursos indefendibles como uno de los elementos fundacionales de toda escritura, ya sea novela, ya sea un mero poema, como si todo el universo se confabulara para que familiares, ruidos, accidentes o moscas formaran parte del proceso creativo, ya sea como obstáculo o como mera costumbre. El entorno, las personas con las que se supone convive padecen este narcisismo, se convierten en objetos ajenos y mudos, incomprensibles. Reprocha a Alicia, su mujer, que no acepte su necesidad de silencio, que no lo acepte “ideológicamente”, es decir, de buena gana, pero no, porque es absurdo imponer esta condición en una pareja entre la que se supone debe imperar la palabra.
Sin embargo, sabemos que esta Alicia repasa, lee los ejercicios caligráficos del escritor, y yo me imagino que sin decirlo en el fondo es la destinataria, el objetivo del discurso, la siempre necesaria receptora que da el verdadero sentido a la escritura, que nunca puede ser para uno mismo, todo precisamente reflejado con la metáfora del mensaje en una botella, la desesperada llamada de auxilio y petición de atención que constituye todo lenguaje, incluido el escrito, y quien diga lo contrario se miente a si mismo. Esa es la motivación oculta, el verdadero motor que pone todo en movimiento, el único “alici-ente”. De que esto sea así depende que lo que escribamos sea algo más que un simple ejercicio caligráfico. Otra cosa a evitar es acabar en la locura, caer en esa obsesión por hacer legibles las sílabas: este es un peligro siempre latente y cuyo síntoma primero se puede reconocer cuando dejas de almorzar por escribir.
En fin, Levrero una vez más devolviéndonos a los orígenes, a los fundamentos de la escritura, a sus abismos y a sus posibilidades, a la realización de una actividad tan humana que creo desde Kafka nadie expuso de forma tan clara, tan directa, tan tercamente comprometido con unas preguntas que nunca fueron tan necesarias como en este presente tan cargado de discursos públicos y verdaderamente vacíos que nos arrinconan.