Si hay una criatura extraña en
la naturaleza, esa es la mano, tan plagada de dedos, tan inquieta, tan pronta a
cerrarse cuando un peligro acecha. Son animales fuertes, las manos. Muy
inteligentes, resistentes a los cambios, a los roces, a los golpes, al constante
azote de las temperaturas y las
lluvias, son seres extremófilos emparentados con esas bacterias y caracoles que
moran despreocupadamente en el ácido y en el hielo. Algunas especies de manos,
algo más remilgadas, usan de guantes, de bolsillos y manoplas para protegerse y
se entiende, porque una mano también puede ser frágil, una presa fácil para un
depredador experto.
Es conocida la evolución de
esta especie. Se encontraron fósiles cretácicos que eran manos de cuatro dedos.
Pese a que se apañaban bien así en un principio, la cosa se fue complicando
porque era como si faltara algo, hasta que alguien percibió que una mano de
cuatro dedos pellizcaba mal y de ahí que surgiera el quinto dedo, el gordo, que
le dio la forma de complitud y de maña que tiene en nuestros días y que le
permiten coger una taza de café de una forma altamente civilizada.
No suelen andar solas, aparecen
casi siempre en parejas, tienen esa manía. Cuando hay un peligro tácito, cuando
el frío hiere, ambas se juntan, se retuercen, entremezclan sus dedos, se frotan
casi hasta provocar chispas. Ocurre también que diferentes parejas de manos se
unan entre sí, pero este extraño comportamiento no provoca ninguna clase de
celos. Acostumbran atrapar objetos, por el mero goce de rozarlos, de jugar con
ellos, de entender sus formas. Sienten una especial predilección por los
topacios, por las figuras de jade, por la seda, que como todo el mundo sabe, es
aire tejido. Juguetean con ellos, palpan lentamente la superficie, raspan
intentando profundizar en sus secretos, para alcanzar la pulpa, la escondida
esencia que los define. Muchas veces fracasan, entonces los dedos se relajan y
el objeto resbala, cae al suelo y se rompe.
Las manos más sabias, que se
concentran en manadas en las estepas asiáticas, por razones que nadie más que
ellas entienden, toman las cosas y las dejan escapar al poco tiempo o
simplemente pasan a su lado, sin hacerles el menor caso. Despreocupadas siguen
su camino, en espera de nuevos encuentros. Tanto desapego contrasta con la de
las manos que viven en las escarpaduras de algunos montes de Europa, que se
ciernen sobre las cosas como si toda su vida dependiera de ello y como garras
de pájaro de prominentes uñas las protegen y las ocultan hasta de sus propias
familias. Muchas de esta especie poco afortunada se pueden encontrar
deambulando por los desiertos,
encadenadas a anillos y pulseras, locas. Se quejan de que la libertad
las haya olvidado, desgraciadas a pesar del adorno de esas gemas de cuyo frío
tacto tanto se enorgullecen. De estas especie eran las que hace un tiempo
iniciaron la implacable persecución de las manos izquierda. Aunque a primera
vista nadie las diferenciaba de las diestras, éstas emprendieron unas razzias
terribles, con juicios sumarios y fuertes tintes de locura. Hubo hogueras y
muchas manos izquierda fueron ajusticiadas en piras de madera, dejando tan solo
para su recuerdo un montoncito de siniestras cenizas.
Aun hoy las hay airadas,
siempre prestas a metamorfosearse en puño, en ariete y arma. Los tortazos a
mano abierta que dan muchas veces sin razón alguna, también son temibles. A estas es mejor acercarse con precaución.
Muchas acaban en jaulas por su orgullo y son carnívoras. Pero esto solo lo
sufren unas pocas. La mayoría lleva una vida sencilla, toman arados, juegan con
extrañas máquinas, revientan con delicadeza y placer infinidad de granos, se
esconden en orejas y narices, son aventureras y no reniegan de los sitios
oscuros, les gusta escarabajear palabras con lápices y pringarse de pintura con
la que estampar su huella en las paredes, otras se contentan con arañar cuerdas
para pronunciar notas, con hacer ondas en la superficie del agua, con agitarse
como un péndulo para decirse adiós o con provocar misteriosos estallidos de
placer. A las crías de las manos, como no, les gusta meterse donde no deben,
hacer cosquillas y dar cuerda a los relojes. Las manos que aplauden están en
algunas zonas en franco peligro de extinción, aunque muchas se alzan pidiendo
lo suyo, convocando asambleas, agrupándose en manifestaciones, son manos
huelguistas que reparten panfletos...creo que fue una de estas la que dejó
entrar Cortázar un tarde en su casa, esa que le caía tan bien porque tenía poco
de voluntariosa y si mucho de pájaro y hoja seca y a la que puso por nombre Dg,
que es un nombre extraño como son extraños todos los nombres sin vocales.
Otras manos, afectadas por la
lluvia ácida, los cambios climáticos o las reducciones de sus hábitat debidas a
la tala de los bosques donde antaño tenían sus refugios, caen inertes en
bolsillos sin fondo, en oscuras y muy tristes cuevas donde no les queda otra
que jugar con las llaves y las monedas. En una isla del Índico se encuentra la
más excepcional clase de mano. De piel fosca, son largas, pero abultadas y
muelles, cubiertas por tatuajes de henna.
Se alimentan de puros sueños, de palabras en su oscuro idioma, que se
basa en un alfabeto de contorsiones. Con exóticos malabarismos de sus dedos
emiten letras, símbolos de un lenguaje complejo, infinito, un silencioso
lenguaje que suele devenir en poemas o canciones. Al atardecer, entre las
palmeras (si las encuentras, porque son tímidas con los extraños), al borde de
un arroyo o en las playas, puedes verlas en parejas, charlando. Si te fijas
mucho, podrás percibir su música. Un mito local resume su cosmogonía. Cuenta
que dos manos primigenias se juntaron, se entrelazaron en forma de cuenco y
retuvieron en su seno la lluvia, el agua de la que nació todo y que ahora son
los océanos que rodean la isla. De que no se separen estas manos depende la
continuidad del mundo, que podría disolverse de un momento a otro en una enorme
cascada, en un terrible sumidero que rugiría sin compasión...sin embargo, por
la noche, alrededor del fuego, las manos no temen nada, simplemente duermen y
sueñan en espera de nuevas caricias.
Solo ellas pueden conseguirlas.
Las caricias. Son su especialidad, muchas veces también, su deseo inalcanzable.
El arte de la caricia no es fácil de aprender. Ni siquiera en las bibliotecas
te lo explican. La caricia requiere de cierta preparación, mental, emocional,
espiritual, también conviene que las manos se corten las uñas, unas a otras,
así, aunque esto es algo que nunca les gusta demasiado. A las manos peludas
tampoco les gusta que les corten el pelo, porque se quedan frías. Alguien dijo
que las manos fueron creadas para esto, para proporcionar caricias gratuitas,
al descuido o guiadas por una necesidad inexplicable. Ellas saben el secreto,
el porqué de la sed de caricias. Saben que ese roce mínimo y difícil requiere
de algo más que una mera piel para ejecutarlas. Saben que si la caricia no
provoca un estremecimiento es mejor no insistir. Saben que son gratis. Las
manos, humildes, saben que ellas son nada más que un instrumento, que las
caricias, en el fondo, se reparten entre dos almas. Ellas entienden estas cosas
y muchas más. Por eso, cuando sueñan, se sienten seguras. Piensan que el mundo
les esperará a que despierten. Los objetos, infinitos, necesitan su caricia
porque si no, probablemente desaparecerían. Creen que las manos no les dejarán
caer al suelo sin una buena razón. La caricia es una especie de mirada. Es
cierto que los ojos a veces envidian a las tribus de las manos. Pero su extraña
relación ya es otra historia.
4 comentarios:
Me ha encantado el texto. Muy creativo.
=)
Precioso relato de principio a fin.
Saludos
Desde mi distancia.... Un apretón de manos. Precioso texto Mario... Como siempre con sensibilidad, delicadeza y un disciplinado manejo del ritmo en la narración....abrazos
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