El pasado siempre vuelve. Esto es un hecho. Nadie lo
duda, aunque la frasecita signifique tan poco si no damos detalles. En mi caso
el pasado vuelve en forma de notas. De papeles sueltos. También de esos
amarillos. Son notas que cualquiera hubiera eliminado, con el supuestamente
sencillo deber de coger una nota que ya no te tiene que recordar nada y tirarla
al tacho de basura. Esto podría ser lo más recomendable. Las notas son más que
nada para eso. Para recordarte cosas prácticas, para no olvidar el nombre de
una canción que pasó por el oído y te gustó, para listas de compra, para
rescatar de algún libro una frase, una palabra, un párrafo si prefieres, que no
se puede dejar pasar y olvidar en medio de las demás, una frase que te suene
tan bien que coges un papel cualquiera, el reverso de un ticket, un medio
folio, un sobre roto, o lo que sea y entonces la escribes y la dejas en el
mismo libro, o en un cuaderno, o sobre la mesa, en cualquier lugar y por eso la
nota de la frase inolvidable al final se pierde, como era su destino, si antes
no la tiraste a la basura. La memoria se deja para gente como Borges. Las
notas, sin embargo, es posible que permanezcan, que después de mucho tiempo
vuelvan a aparecer donde menos lo esperas y te muestren esa frase, esa lista,
esas palabras que lo más probable es que ya no entiendas.
Son cosas absurdas, como la mayoría de las que nos
suceden. Lees esa nota perdida y te quedas media hora pensando por qué la
escribiste, por qué te gustó esa frase rescatada de un libro, qué significa, en
qué lengua está escrita, si realmente fuiste tú, porque la letra con la que
escribimos es verdad que varía un poco con el tiempo, yo seguro no reconozco mi
propia letra de hace años, tampoco la de ahora y entonces lees esa nota y te
quedas pasmado pensando en quien diablos escribió eso y lo dejó caer en medio
de tu habitación y por qué hoy, precisamente hoy, sale a la luz tras años
escondida debajo de la cama, acumulando polvo.
Sobre todo esto escribió, entre otras cosas, Alan Pauls
en su novela titulada El pasado, título que para una novela se me antoja
demasiado poco preciso, pero es que esta novela va de eso, del pasado como arma
arrojadiza, de ese animal extremadamente peligroso que es el tiempo cuando se
recuerda, cuando no se deja pasar, cuando uno mira para atrás sin querer y le
entra una de esas enfermedades incurables que son la nostalgia o el trauma. En
la novela de Pauls, el pasado tiene otro nombre, Sofía, que es un antiguo amor
del protagonista. Sofía se resiste a ser olvidada y inoportunamente usa del
azar para reencontrarse con Rímini. Hasta aquí no parece que la cosa sea
demasiado problemática, pero Pauls logra que estos reencuentros se parezcan más
a un sádico acto de crueldad que a otra cosa por parte de Sofía. En uno de los
primeros capítulos, Rímini se ve rodeado de notas dejadas por Sofía.
Coleccionadas al principio, el desamor entre ambos se va mostrando lentamente
en la relación que Rímini tiene con esos papeles dejados por ella. Primero
descubre uno y posterga el momento de leerlo. Después se olvida por completo
del mensaje. Al final él la miente diciendo que lo ha leído. Más tarde lo
encontrará tras hundir la mano en el bolsillo y reconocer “en el fondo un
pedazo de papel endurecido, rugoso, cuyos bordes se deshacían al tacto”.
Las notas tienden a degradarse con el tiempo, aun cuando
no pasen por la lavadora. Se arrugan, se deshacen, se borran. Sí, la nota
perdida es una metáfora perfecta del tiempo. Algo que ya no vale la pena
almacenar. Pero yo como dije, las guardo si me las encuentro. No tengo ni idea
de para qué. Repasarlas me deja perplejo. Como esa que encontré en un
diccionario y tenía apuntada una dirección, Kelly Drive, que ahora busco dónde
está y resulta que es de Filadelfia, a dónde nunca pensé ir. En otra etiqueta
rota escribí una frase “quien piensa no hace quien hace no piensa” de la que,
por supuesto, nunca hice el menor caso. Tengo un código de no se que máquina,
un verso de Píndaro sobre la noche, el horario de trenes de una ciudad a la que
nunca fui, una frase de una canción de Liz Lawrence, y palabras, sacos rellenos
de palabras que no indican nada, que no llevan a ningún lado, ni siquiera a un
recuerdo difuso, y luego están esas notas que creo no escribí yo, en una de
ellas pone tan solo “ánimo” y en otra una inesperada carta de disculpa falsa,
mínima, parcial y probablemente apócrifa.
Son puñeteras las notas. Como el pasado. Son piezas de un
puzzle absurdo, una forma del azar, también del desconsuelo por el tiempo
perdido. Propongo retenerlas y acumularlas en cajas. Tal vez así un día podamos
descifrar y recomponer el enmarañado guión que seguimos. Y si no, perdernos en
su azarosa complicidad con aquel o aquellos que las escribieron y que nos
sugirieron cosas que no hicimos, palabras que no dijimos, recordatorios de
tareas que nunca llevamos a cabo. Por fin está un último recurso, quemarlas. Es
un sutil rito que elude el poco refinado acto de tirar algo a la basura. Las
notas se deshacen en humo y se olvidan. Como hacen los indios con los
cadáveres. Como ellos, sabemos que las notas reaparecerán. Probablemente debajo
de la cama, arrugadas y cubiertas de ceniza.
2 comentarios:
Me ha pasado cientos de veces eso de encontrar notas en los libros, frases, dinero gastado, que sé yo...
Y siguen estando porque no me atrevo a tirarlas.
Lo de las frases es curioso, porque cuando las lees automáticamente recuerdas por la época que estabas pasando y que te hizo escribirla y ves que ya no tiene sentido.
¿Del autor que nombras es "la historia del pelo" o algo así?
Un placer leerte.
Si, es el autor de la Historia del pelo, pero de él no leí más que El pasado, que me hizo recordar mis notas. En ese no atreverse a tirar las notas se esconde, creo yo, una especie de sensibilidad por el pasado que es algo a veces algo un poco maniático pero otras necesario, no se. Gracias.
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