Tercera novela de M. Rubio, que
ya desde la portada del púgil en reposo, del boxeador después de la pelea y
probablemente derrotado, define las características de los personajes que la
recorren, la sombría y épica imagen de los que no acostumbran a salir indemnes
de los combates.
La ciudad que se perfila y a la
que alude el título podría ser Madrid, como podría ser cualquier otra ciudad,
lugar indeterminado, fragmentado, por el que deambulan un número casi ilimitado
de voces, de personajes indefinibles y que a manera de una novela coral van
tejiendo sus historias, sus desavenencias, sus desdichas, sus distintos puntos
de vista para lograr una historia colectiva plagada de meandros y caminos sin
retorno que sin embargo confluyen en ese objeto extraño que es una
manifestación de protesta indefinida.
El concepto de ciudad
fragmentada en esta novela no corresponde a la ciudad idealizada al modo en que
las concibió Calvino, ni una ciudad fotografiada al milímetro de un Antonio
López, es más bien la ciudad a contraluz que recorren los flaneur de Walter
Benjamin, las galerías violentas y agónicas que surgen de un presente líquido,
globalizado, excluyente. La Ciudad Rota no define unos personajes
característicos, costumbristas de Madrid, sino más bien a excepciones, a
inadaptados que excluyen los tópicos y que parecen ir siempre a contra
corriente. Están marcados por el fracaso, sí, pero un fracaso que nace de un
tipo de rebeldía que confiere a estos personajes el estigma de héroes urbanos.
La derrota deviene
necesariamente de su relación con el pasado, una relación problemática,
intensa, que excluye el olvido y la conciencia tranquila. Hay cuestiones
pendientes, errores, destinos cruzados y confusos, decepciones, mentiras que la
corriente intransigente del tiempo vuelve irremediables. La música,
parafraseando a Borges, igual que la lluvia, es una cosa que siempre sucede en
el pasado. En esta novela, es la llave que deja entrar el recuerdo. Así en El
verano en que la música murió, dónde el primer flash-back viene precedido
por una canción de Mclean, aunque también por una magistral enumeración de
objetos que son parte de “recuerdos absurdos”, pero que como teselas de un
mosaico van recomponiendo una historia nunca cerrada.
El lenguaje es claro, liso, sin
florituras, afín al imperativo del autor de no perderse en las formas. Esta
elección permite sin embargo momentos que rozan lo lírico, mezclados y
entretejidos magistralmente con otros, como en My Way, de una precisión
sensitiva y sensual admirable. Se excluye la grandilocuencia y la sensiblería.
Las acotaciones de los diálogos son directas y simples. Todo encaja y se
desliza con una suave cadencia de balada, sin que falte la tensión ni los puños
cerrados.
Otra de las cumbres
estilísticas de este libro es la consecución de atmósferas. Como decía el
pintor Turner, la atmósfera lo es todo. Se trata aquí de esa atmósfera “densa y
sucia” del Tristeza bar que se contagia un poco al resto de relatos, una
atmósfera bien concretada a base de elementos sensoriales precisos que logran
esa rara proeza de hacer partícipe al lector de la historia, de introducirle en
el escenario donde se desarrolla la acción, de permitirle oler literalmente lo
que los personajes huelen, propiciando el marco apropiado para una empatía
obligada. El uso de la primera persona en relatos o capítulos como Tristeza
bar, El verano en el que la música murió o Pago de favores, refuerza
esta inevitable participación del lector en la historia, en su intensa y
fulgurante introducción en ella desde el primer párrafo.
Pago de
favores es quizás el relato o capítulo más espectacular por su
trama, donde el conflicto adquiere tintes de tragedia clásica, donde los personajes
se enfrentan, como en la épica antigua a decisiones impracticables. Es difícil
encontrar en la narrativa actual, donde predomina tanto el sarcasmo, este
deslizamiento tan decidido hacia un mundo en el que la conciencia o el coraje
se vuelven protagonistas de las decisiones de los personajes, unos personajes
que remiten necesariamente a los grises héroes de Raymond Chandler y en el que
sin embargo hay sitio para el humor, un humor único del autor, hecho a ras de
calle y que ofrece un contrapunto estimable ante tanta adversidad y crudeza.
En fin,
se podrían escribir muchas cosas más sobre este libro, leerlo puede tener los
mismos resultados que apurar una copa, sea ese Manhattan inolvidable de My
Way o de cualquier licor indefinido del Tristeza Bar. Eso sí, hay que
tomarlo al final de la noche, cuando el local se ha quedado ya vacío, un poco
antes de cerrar. Se trata de uno de esos momentos que tienen que ver con la
memoria, con la nostalgia, con los sueños incumplidos, pero también con los
deseos y con la buena literatura.
1 comentario:
Hermosa reseña para una excepcional novela.
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