Poco se habla de los materiales con los que se
ensamblan los féretros o ataúdes, mejor llamados, con cierta aspiración a eufemismo,
“cajas”. (Cajas portadoras de personas que ya no necesitan respirar, y que, por
lo tanto, pueden estar cerradas herméticamente todo lo que se desee sin
perjuicio del contenido.) Al margen de ningún interés por el negocio de las pompas
fúnebres actual, hay que recordar que en tiempos del rey Jacobo, sucesor más o
menos de la Isabel de Shakespeare, se solía utilizar en Inglaterra preferiblemente,
al parecer, la madera de abeto. Cuantos abetos se podían talar en la isla en aquel
tiempo se desconoce. El caso es que la madera de abeto tiene ciertas cualidades,
como casi todas, entre otras, su resistencia a la humedad. Es inevitable pensar
que la humedad es una gran enemiga de los cadáveres que quieren persistir en su
forma. El hecho de que se utilice esta madera también para los instrumentos
musicales no viene al caso. El caso es que las cajas se hacían de madera de
abeto. John Donne, poeta metafísico, pero rico en metáforas muy físicas, experto
en el arte de poetizar sobre Dios y en la adulación postrera de damas de la
Corte, escribió el siguiente verso, traducido por Cacciarolo Trejo, metaforista
profesional como suelen ser los chilenos: “y el árbol que envuelve ese cristal en tumba
de madera, será un abeto rejuvenecido” El cadáver es cristal porque pertenecía
a una dama, como decíamos, a la que había que ponderar en su pureza, pero es
más bonita aún si cabe esa expresión del “abeto rejuvenecido” que remite
necesariamente a la resurrección en estado de dispersión: resucita el cuerpo y
la madera de la caja, por añadidura. Vuelve a su origen de árbol, de árbol
además de pocos años y, por lo tanto, nos lo imaginamos, de profusa y afilada
copa, cosa de la que nos alegraríamos porque nos gustan los árboles, y bastante.
Donne era todo un comandante en jefe del ingenio.
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