viernes, 18 de octubre de 2019

Vigilante, ¿qué hay de la noche?



Desde hace siglos, los caminantes nocturnos han sido objeto de innumerables censuras por parte del resto de población circulante. El mero hecho de usar los pies en vez de otros más mecánicos procesos, incluso durante las húmedas horas lunáticas, lleva a muchos caminantes a recorrer las calles con ciertas reservas debido a lo precario de su prestigio. Sin embargo, está probado que nadie piensa si no anda. El mecanismo del cerebro es simple, aunque desconocido. Lo único que podemos inferir es que  se requiere el girar de las moviolas o el pedaleo frenético de los ciclistas, o en su defecto, el caminar nocturno, como mecanismo moderno para propiciar el más sutil origen del pensamiento dentro de esa nuez pequeña y maltrecha que es el cerebro. El andar ha de ser constante, para crear ideas que valgan la pena. Ya los grandes peripatéticos vinieron a descubrir tan obvia relación, que hasta hoy no ha servido para que muchos filósofos difusos evitaran caer en las más extremas sequías creativas porque pretendían pensar sus sistemas sentados en el cómodo sitial de sus oscuras y humeantes chambres a coucher. Por todo ello, yo ando. En mi caso es más fácil porque tengo cuatro patas. Ando bajo las farolas, con ella, después, pienso. Vamos a todas partes, ¡hacia los azarosos laberintos cognitivos incluso! (La luna, seguro, tiene que ver algo con todo este procedimiento)

Photo: Bruce Davidson

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