Desde hace siglos, los
caminantes nocturnos han sido objeto de innumerables censuras por parte del resto
de población circulante. El mero hecho de usar los pies en vez de otros más
mecánicos procesos, incluso durante las húmedas horas lunáticas, lleva a muchos caminantes
a recorrer las calles con ciertas reservas debido a lo precario de su
prestigio. Sin embargo, está probado que nadie piensa si no anda. El mecanismo
del cerebro es simple, aunque desconocido. Lo único que podemos inferir es que se requiere el girar de las moviolas o el
pedaleo frenético de los ciclistas, o en su defecto, el caminar nocturno, como
mecanismo moderno para propiciar el más sutil origen del pensamiento dentro de esa
nuez pequeña y maltrecha que es el cerebro. El andar ha de ser constante, para
crear ideas que valgan la pena. Ya los grandes peripatéticos vinieron a descubrir
tan obvia relación, que hasta hoy no ha servido para que muchos filósofos
difusos evitaran caer en las más extremas sequías creativas porque pretendían
pensar sus sistemas sentados en el cómodo sitial de sus oscuras y humeantes chambres
a coucher. Por todo ello, yo ando. En mi caso es más fácil porque tengo
cuatro patas. Ando bajo las farolas, con ella, después, pienso. Vamos a todas
partes, ¡hacia los azarosos laberintos cognitivos incluso! (La luna, seguro, tiene
que ver algo con todo este procedimiento)
Photo: Bruce Davidson
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