jueves, 3 de julio de 2014

La ciudad rota de Miguel Rubio



Tercera novela de M. Rubio, que ya desde la portada del púgil en reposo, del boxeador después de la pelea y probablemente derrotado, define las características de los personajes que la recorren, la sombría y épica imagen de los que no acostumbran a salir indemnes de los combates.

La ciudad que se perfila y a la que alude el título podría ser Madrid, como podría ser cualquier otra ciudad, lugar indeterminado, fragmentado, por el que deambulan un número casi ilimitado de voces, de personajes indefinibles y que a manera de una novela coral van tejiendo sus historias, sus desavenencias, sus desdichas, sus distintos puntos de vista para lograr una historia colectiva plagada de meandros y caminos sin retorno que sin embargo confluyen en ese objeto extraño que es una manifestación de protesta indefinida.

El concepto de ciudad fragmentada en esta novela no corresponde a la ciudad idealizada al modo en que las concibió Calvino, ni una ciudad fotografiada al milímetro de un Antonio López, es más bien la ciudad a contraluz que recorren los flaneur de Walter Benjamin, las galerías violentas y agónicas que surgen de un presente líquido, globalizado, excluyente. La Ciudad Rota no define unos personajes característicos, costumbristas de Madrid, sino más bien a excepciones, a inadaptados que excluyen los tópicos y que parecen ir siempre a contra corriente. Están marcados por el fracaso, sí, pero un fracaso que nace de un tipo de rebeldía que confiere a estos personajes el estigma de héroes urbanos.

La derrota deviene necesariamente de su relación con el pasado, una relación problemática, intensa, que excluye el olvido y la conciencia tranquila. Hay cuestiones pendientes, errores, destinos cruzados y confusos, decepciones, mentiras que la corriente intransigente del tiempo vuelve irremediables. La música, parafraseando a Borges, igual que la lluvia, es una cosa que siempre sucede en el pasado. En esta novela, es la llave que deja entrar el recuerdo. Así en El verano en que la música murió, dónde el primer flash-back viene precedido por una canción de Mclean, aunque también por una magistral enumeración de objetos que son parte de “recuerdos absurdos”, pero que como teselas de un mosaico van recomponiendo una historia nunca cerrada.

El lenguaje es claro, liso, sin florituras, afín al imperativo del autor de no perderse en las formas. Esta elección permite sin embargo momentos que rozan lo lírico, mezclados y entretejidos magistralmente con otros, como en My Way, de una precisión sensitiva y sensual admirable. Se excluye la grandilocuencia y la sensiblería. Las acotaciones de los diálogos son directas y simples. Todo encaja y se desliza con una suave cadencia de balada, sin que falte la tensión ni los puños cerrados.

Otra de las cumbres estilísticas de este libro es la consecución de atmósferas. Como decía el pintor Turner, la atmósfera lo es todo. Se trata aquí de esa atmósfera “densa y sucia” del Tristeza bar que se contagia un poco al resto de relatos, una atmósfera bien concretada a base de elementos sensoriales precisos que logran esa rara proeza de hacer partícipe al lector de la historia, de introducirle en el escenario donde se desarrolla la acción, de permitirle oler literalmente lo que los personajes huelen, propiciando el marco apropiado para una empatía obligada. El uso de la primera persona en relatos o capítulos como Tristeza bar, El verano en el que la música murió o Pago de favores, refuerza esta inevitable participación del lector en la historia, en su intensa y fulgurante introducción en ella desde el primer párrafo.

Pago de favores es quizás el relato o capítulo más espectacular por su trama, donde el conflicto adquiere tintes de tragedia clásica, donde los personajes se enfrentan, como en la épica antigua a decisiones impracticables. Es difícil encontrar en la narrativa actual, donde predomina tanto el sarcasmo, este deslizamiento tan decidido hacia un mundo en el que la conciencia o el coraje se vuelven protagonistas de las decisiones de los personajes, unos personajes que remiten necesariamente a los grises héroes de Raymond Chandler y en el que sin embargo hay sitio para el humor, un humor único del autor, hecho a ras de calle y que ofrece un contrapunto estimable ante tanta adversidad y crudeza.

En fin, se podrían escribir muchas cosas más sobre este libro, leerlo puede tener los mismos resultados que apurar una copa, sea ese Manhattan inolvidable de My Way o de cualquier licor indefinido del Tristeza Bar. Eso sí, hay que tomarlo al final de la noche, cuando el local se ha quedado ya vacío, un poco antes de cerrar. Se trata de uno de esos momentos que tienen que ver con la memoria, con la nostalgia, con los sueños incumplidos, pero también con los deseos y con la buena literatura.