viernes, 9 de diciembre de 2016

Tierra en la garganta de Miguel Rubio



Tierra en la garganta es la cuarta novela de Miguel Rubio, continuación inesperada del relato Pago de favores de La Ciudad Rota, el anterior libro de este autor que nos viene acostumbrando a nuevas historias, después de prometer que no escribiría una palabra más.

Como en el comienzo del Crepúsculo de los dioses, el inicio es el final que sería esperable en cualquier novela negra, un cadáver con un agujero en la cabeza, alguien que ha disparado por una razón que podría ser justa. Después viene el relato de los días siguientes, de las consecuencias, de la necesidad de huir y de esconderse, la aparición de dos grupos opuestos que saben lo que ha pasado, que saben que podrían sacar tajada de la confusión de Tomás, de su supuesta vulnerabilidad, de su condición de rata atrapada.

Es uno de los fundamentos invisibles de toda novela el que los personajes, en algún momento crucial de la historia, se enfrenten a una decisión. Este momento de la decisión viene a ser el nudo central, la clave. Lejos de ser sujetos pasivos de las circunstancias, de los destinos o del azar, estos personajes, al menos por una vez, se ven delante de un sendero que se bifurca, tienen que hacer una elección que no sólo les llevará hasta la resolución de la historia, sino que definirá sus vidas de una vez para siempre.  El protagonista, elegirá quién quiere ser, al margen de los errores del pasado, al margen de las consecuencias de sus actos. Necesariamente esta será una opción moral, recogiendo así la novela de Miguel Rubio una de las inesperadas premisas de la novela negra clásica: en medio  de la violencia, del desprecio por la vida, en un ámbito donde la ambición y la ira, el desdén y el sarcasmo parecen campear libremente, el protagonista, abocado al desastre, apenas sin fuerzas ni justificación alguna, escoge el lado de lo justo. En el caso de esta novela, Tomás llega a ese momento por un camino muy estrecho, no tiene alternativas, ni marcha atrás, está amenazado, casi abandonando, tiene que decidirse, jugarse su destino a una sola carta.

Todo ello en medio de dos escenarios antagónicos, el atroz mundo de los  gimnasios y las playas de San José, uno cerrado y otro abierto, que pueden simbolizar el pasado y un futuro que hay que ganar al asalto. Madrid por una vez tiene una puerta de salida, una ruta hacia el sur que aporta aire, tal vez esperanza. El gimnasio es una localización de la violencia, donde el noble arte del boxeo confluye con su reverso tenebroso, el ensañamiento gratuito de la escuela de los perdonavidas, en rings con inhibidores de frecuencia. Sin ser una novela de boxeo, el personaje central asume ese espíritu indescifrable de los púgiles, esa capacidad renovada para asumir golpes, esa escondida honradez, ese orgullo para sobreponerse al humillante beso de la lona, una y otra vez.

El lenguaje tiene muchos filos, las frases hieren, traspasan, transmiten una realidad que no se puede remedar con demasiados lirismos. Se convierte en una máquina para hacer ver, enfoca directamente al centro de la acción, a la palabra exacta, al pensamiento que sirve para identificar al personaje. Se vuelca en facilitar la comprensión directa, el tono es seco, con el matiz de aridez propio del desierto que atraviesan los personajes. Los monólogos tejidos de preguntas sin respuesta de Tomás se mezclan con los habituales diálogos del autor, vivaces hasta el extremo, acelerados, punzantes como hierros candentes. “Yo era uno de esos tipos al que las cosas sólo pueden irle mal”. Afirmaciones esenciales, escaldadas en una amargura necesaria, en una lógica simple y fatal.

Más frenético que en sus novelas anteriores, el ritmo se podría comparar a caer rodando por un terraplén. Hay como un  imperativo que descarta los tiempos muertos, las explicaciones inútiles y las descripciones de objetos innecesarios. Obligatoriamente ha de leerse de una sola vez, preferiblemente en una noche de insomnio o de invierno, con un Jack Daniel’s cerca, para evitar el vértigo.

El catálogo de personajes, al margen del protagonista, es generoso en almas rotas, en maldades obscenas, en inocencias interrumpidas, los personajes están pincelados en tonos oscuros, semisalvajes. Conducidos por leyes propias, alcanzan así el premio de convertirse en seres singulares, diferentes, alejados del estereotipo, de los clones novelescos a los que nos acostumbra el mercado de crímenes televisivos. Así aparece Jenny, la mujer fantasma habitual de las novelas de Rubio, la descentrada inocencia de una casi niña, la que viene de lejos, la inaprensible, la que ha olvidado de dónde procede, la que no encuentra el rumbo, la que elige al margen de lealtades. Establece una relación extraña con Tomás, una de esas relaciones tan tenues, carnales y de pasiones de imposible justificación, que se enmarcan en las vidas marcadas por la inseguridad de poder seguir respirando a la mañana siguiente. Para Tomás, Jenny se identificará también con las playas del sur, con el sol, con la exitosa consecución de la huida.

También está Sebas, que representa la fuerza oscura, la inimitable mezcla de la violencia y la necedad, el instinto, las lealtades absurdas, la mezquindad del abuso según las leyes del grupo, la desolación del boxeador noqueado. Se le podía representar también por el olor a sudor de los gimnasios baratos. O los polis, Barrios y Román, que compiten, por el bien de todos, en crueldad con los criminales a los que persiguen. Y por fin, entre una lista interminable de figuras marcadas por el atinado don de Rubio para dibujar personajes secundarios magníficos, está Martín, el chico que quiere jugar con pistolas, personificación del pasado irrecuperable de Tomás, la posibilidad última abierta a un final feliz, la opción de que por una vez las cosas vayan bien a alguien, la inocencia todavía no alienada por la atmósfera irrespirable de la ciudad negra.

Imposible buscar referencias, influencias, límites o etiquetas a esta hábil conjunción de emociones y soterradas rebeliones, que, conjurando al género negro, logra conmover dejando eso sí, el inestimable gusto de la arena en el gaznate, la irreparable sensación de haber encontrado la verdad nada menos que en la literatura.