viernes, 11 de diciembre de 2015

Muñecos de arroz



En la casa no hacía frío a pesar de que la caldera estaba rota. A veces pasa que no se sabe de dónde viene el calor que uno siente, ahora no, porque ella andaba cerca. De postre su madre puso chocolate crujiente, trufas y fresas, y uvas que no se tocaron porque ya era bastante abuso. Después empezamos a hacer los muñecos de nieve. Cortamos tres calcetines en dos partes. En la que iba a ser el cuerpo, agarramos un extremo con una goma de caucho y a cucharadas soperas, sin miedo, empezamos a llenarlo de arroz barato. El arroz se disgrega con sonido y algunos granos escaparon hasta el suelo. El calcetín acabó haciéndose una bola, modelamos una cabeza y lo atamos con más gomas. La pelota resultante pesaba de un modo gracioso, humano, era extraña esa mezcla de granos vegetales y tejido. Con la otra parte del calcetín hicimos el gorro y se lo pusimos un poco como caía, doblándolo por abajo. Cortamos fieltro azul, amarillo y rojo para las bufandas. El fieltro se corta fácil y es bueno para el tacto. La madre explicaba como hacer todo suave, sencilla y más que nada reíamos. Con tres alfileres y dos botones pegados con cola los muñecos consiguieron sus ojos, de mirada pequeña y limpia, su nariz y su traje. El blanco del calcetín simulaba bien la nieve, igual igual a aquella que cayó hace cuarenta años en mi barrio y en la que descubrí que el frío, a veces, también es un juego. Para decorar el gorro, le hicimos unos lazos casi de seda y añadimos más fieltro cortado, todo a juego, mediante contrastes, porque nos importan siempre los detalles y los hilos que se desflecan, las pecas, los granos, las flores absurdas, las letras y otras cosas aparentemente sin importancia. Al final había sobre la mesa tres muñecos de nieve perplejos por haber nacido así de fácil. Ella hizo una foto y dijimos algo así como qué bonitos. 

No llueve desde hace días, esto no parece diciembre, carajo. Casi se secó el cactus, pero no se queja demasiado. Alguna que otra espina ha cedido y se ha caído. El mar, por su parte, sigue perdiendo agua. Dieron las cinco.

Fue entonces que los tres muñecos de nieve empezaron a conversar, así, sin más y bueno, después de mirar todo alrededor y de decir algo sobre la lámpara, después de sonreír sin boca, preguntaron cómo era que ellos parecían, efectivamente, muñecos de nieve y sin embargo no andaban con frío, como corresponde. Se hacían cruces de como podía ser esto, tenían la cabeza grande pero no comprendían mucho. Yo estuve por contarles algo sobre el arroz, sobre el calcetín deportivo y blanco, sobre esto que casi todos sabemos de que no podemos ser siempre lo que queremos ser. Luego susurraron algo entre ellos, parecían contrariados, porque, hay que aceptarlo, no es difícil echar de menos la nieve en estos tiempos. Al rato se quedaron callados, parecía que habían olvidado y opinaron algo sobre las propiedades y usos de la cúrcuma. La tarde se hizo buena, tranquila, distinta y sin saberse muy bien por qué, caliente. Uno de los muñecos, el de la bufanda azul, empezó a derretirse, contento. 

martes, 27 de octubre de 2015

Manos



Si hay una criatura extraña en la naturaleza, esa es la mano, tan plagada de dedos, tan inquieta, tan pronta a cerrarse cuando un peligro acecha. Son animales fuertes, las manos. Muy inteligentes, resistentes a los cambios, a los roces, a los golpes, al constante azote de las  temperaturas y las lluvias, son seres extremófilos emparentados con esas bacterias y caracoles que moran despreocupadamente en el ácido y en el hielo. Algunas especies de manos, algo más remilgadas, usan de guantes, de bolsillos y manoplas para protegerse y se entiende, porque una mano también puede ser frágil, una presa fácil para un depredador experto.

Es conocida la evolución de esta especie. Se encontraron fósiles cretácicos que eran manos de cuatro dedos. Pese a que se apañaban bien así en un principio, la cosa se fue complicando porque era como si faltara algo, hasta que alguien percibió que una mano de cuatro dedos pellizcaba mal y de ahí que surgiera el quinto dedo, el gordo, que le dio la forma de complitud y de maña que tiene en nuestros días y que le permiten coger una taza de café de una forma altamente civilizada.

No suelen andar solas, aparecen casi siempre en parejas, tienen esa manía. Cuando hay un peligro tácito, cuando el frío hiere, ambas se juntan, se retuercen, entremezclan sus dedos, se frotan casi hasta provocar chispas. Ocurre también que diferentes parejas de manos se unan entre sí, pero este extraño comportamiento no provoca ninguna clase de celos. Acostumbran atrapar objetos, por el mero goce de rozarlos, de jugar con ellos, de entender sus formas. Sienten una especial predilección por los topacios, por las figuras de jade, por la seda, que como todo el mundo sabe, es aire tejido. Juguetean con ellos, palpan lentamente la superficie, raspan intentando profundizar en sus secretos, para alcanzar la pulpa, la escondida esencia que los define. Muchas veces fracasan, entonces los dedos se relajan y el objeto resbala, cae al suelo y se rompe.

Las manos más sabias, que se concentran en manadas en las estepas asiáticas, por razones que nadie más que ellas entienden, toman las cosas y las dejan escapar al poco tiempo o simplemente pasan a su lado, sin hacerles el menor caso. Despreocupadas siguen su camino, en espera de nuevos encuentros. Tanto desapego contrasta con la de las manos que viven en las escarpaduras de algunos montes de Europa, que se ciernen sobre las cosas como si toda su vida dependiera de ello y como garras de pájaro de prominentes uñas las protegen y las ocultan hasta de sus propias familias. Muchas de esta especie poco afortunada se pueden encontrar deambulando por los desiertos,  encadenadas a anillos y pulseras, locas. Se quejan de que la libertad las haya olvidado, desgraciadas a pesar del adorno de esas gemas de cuyo frío tacto tanto se enorgullecen. De estas especie eran las que hace un tiempo iniciaron la implacable persecución de las manos izquierda. Aunque a primera vista nadie las diferenciaba de las diestras, éstas emprendieron unas razzias terribles, con juicios sumarios y fuertes tintes de locura. Hubo hogueras y muchas manos izquierda fueron ajusticiadas en piras de madera, dejando tan solo para su recuerdo un montoncito de siniestras cenizas.

Aun hoy las hay airadas, siempre prestas a metamorfosearse en puño, en ariete y arma. Los tortazos a mano abierta que dan muchas veces sin razón alguna,  también son temibles. A estas es mejor acercarse con precaución. Muchas acaban en jaulas por su orgullo y son carnívoras. Pero esto solo lo sufren unas pocas. La mayoría lleva una vida sencilla, toman arados, juegan con extrañas máquinas, revientan con delicadeza y placer infinidad de granos, se esconden en orejas y narices, son aventureras y no reniegan de los sitios oscuros, les gusta escarabajear palabras con lápices y pringarse de pintura con la que estampar su huella en las paredes, otras se contentan con arañar cuerdas para pronunciar notas, con hacer ondas en la superficie del agua, con agitarse como un péndulo para decirse adiós o con provocar misteriosos estallidos de placer. A las crías de las manos, como no, les gusta meterse donde no deben, hacer cosquillas y dar cuerda a los relojes. Las manos que aplauden están en algunas zonas en franco peligro de extinción, aunque muchas se alzan pidiendo lo suyo, convocando asambleas, agrupándose en manifestaciones, son manos huelguistas que reparten panfletos...creo que fue una de estas la que dejó entrar Cortázar un tarde en su casa, esa que le caía tan bien porque tenía poco de voluntariosa y si mucho de pájaro y hoja seca y a la que puso por nombre Dg, que es un nombre extraño como son extraños todos los nombres sin vocales.

Otras manos, afectadas por la lluvia ácida, los cambios climáticos o las reducciones de sus hábitat debidas a la tala de los bosques donde antaño tenían sus refugios, caen inertes en bolsillos sin fondo, en oscuras y muy tristes cuevas donde no les queda otra que jugar con las llaves y las monedas. En una isla del Índico se encuentra la más excepcional clase de mano. De piel fosca, son largas, pero abultadas y muelles, cubiertas por tatuajes de henna.  Se alimentan de puros sueños, de palabras en su oscuro idioma, que se basa en un alfabeto de contorsiones. Con exóticos malabarismos de sus dedos emiten letras, símbolos de un lenguaje complejo, infinito, un silencioso lenguaje que suele devenir en poemas o canciones. Al atardecer, entre las palmeras (si las encuentras, porque son tímidas con los extraños), al borde de un arroyo o en las playas, puedes verlas en parejas, charlando. Si te fijas mucho, podrás percibir su música. Un mito local resume su cosmogonía. Cuenta que dos manos primigenias se juntaron, se entrelazaron en forma de cuenco y retuvieron en su seno la lluvia, el agua de la que nació todo y que ahora son los océanos que rodean la isla. De que no se separen estas manos depende la continuidad del mundo, que podría disolverse de un momento a otro en una enorme cascada, en un terrible sumidero que rugiría sin compasión...sin embargo, por la noche, alrededor del fuego, las manos no temen nada, simplemente duermen y sueñan en espera de nuevas caricias.


Solo ellas pueden conseguirlas. Las caricias. Son su especialidad, muchas veces también, su deseo inalcanzable. El arte de la caricia no es fácil de aprender. Ni siquiera en las bibliotecas te lo explican. La caricia requiere de cierta preparación, mental, emocional, espiritual, también conviene que las manos se corten las uñas, unas a otras, así, aunque esto es algo que nunca les gusta demasiado. A las manos peludas tampoco les gusta que les corten el pelo, porque se quedan frías. Alguien dijo que las manos fueron creadas para esto, para proporcionar caricias gratuitas, al descuido o guiadas por una necesidad inexplicable. Ellas saben el secreto, el porqué de la sed de caricias. Saben que ese roce mínimo y difícil requiere de algo más que una mera piel para ejecutarlas. Saben que si la caricia no provoca un estremecimiento es mejor no insistir. Saben que son gratis. Las manos, humildes, saben que ellas son nada más que un instrumento, que las caricias, en el fondo, se reparten entre dos almas. Ellas entienden estas cosas y muchas más. Por eso, cuando sueñan, se sienten seguras. Piensan que el mundo les esperará a que despierten. Los objetos, infinitos, necesitan su caricia porque si no, probablemente desaparecerían. Creen que las manos no les dejarán caer al suelo sin una buena razón. La caricia es una especie de mirada. Es cierto que los ojos a veces envidian a las tribus de las manos. Pero su extraña relación ya es otra historia. 


domingo, 16 de agosto de 2015

Miradas



Para María.



Ella y el gato se levantan en la madrugada. Se estiran. Ella está de vacaciones, tiene el día libre, ha dicho a sus amigas que no la llamen, que hoy tiene que hacer sus cosas y escarba entre sus pestañas algunas legañas, despeja la mesa de libros, de apuntes, de fotografías, recuerda los temas dejados a medias el día anterior. Enciende la pantalla del ordenador, prepara café, se queda ensimismada, dispuesta ya a empezar el día, aunque es muy de mañana y llueve.  

Llueve afuera y puede que siga así la mañana y la tarde. La lluvia abre una puerta inevitable a la nostalgia, a la lluvia de otros lugares, a los rostros mojados que ya deberían estar olvidándose. Hoy sin embargo prefiere pensar días más azules, recurrir a pensamientos limpios que tenía guardados entre las sábanas, recuerda los paseos que acabaron muy tarde. No lo había hecho antes, pero se acerca al teclado del ordenador y empieza a escribir casi sin abrir los ojos, con cierta timidez. Duda y en un descuido se le cae alguna letra cerca del pie, huye alguna palabra que juega al despiste, una de esas que nunca salta de la punta de su lengua en el instante en el que ella quiere.

Ensaya un cuento. En él hay una barahúnda de niños que la cercan y abrazan.  Ella no está muy segura de porqué escribe el cuento. Las palabras surgen, saltan, aparecen y desaparecen. Mientras, el gato se pasea entre la bañera y el pasillo que va a dar a la calle.

El gato tiene hambre y con sus pequeñas garras araña la puerta de la cocina. Ella, a media mañana, se hace un sándwich con mostaza. Repasa las palabras que lleva reunidas hasta esa señal que marca la siguiente parte. Muerde lápices. Escucha las suaves pisadas del gato que al fin entra en su habitación. Mira por la ventana. Se pregunta si ese animal es un gato o más bien un jaguar tímido.   

Le gusta hacer fotografías. Siempre ha pensado que la realidad es más que nada un cúmulo de imágenes. Siente la necesidad de descifrarlas. De retenerlas. De rescatarlas, de entenderlas, más las imágenes cubiertas por los velos de la indiferencia. Vuelve a teclear algunas palabras sueltas, casi ha acabado el relato. Decide salir de casa un rato. Sale con su cámara. Hacía tiempo que no lo hacía. El gato, asomado por la ventana abierta, casi resbalando del alféizar,  le mira alejarse aparentemente desolado, aunque si le preguntaran nunca lo reconocería, eso, la tristeza de verla andando calle abajo.  

Fotografía árboles, ramas sinuosas, gente que se duerme en el metro, regueros de agua, colores sin nombre, reflejos en ventanas, la hierba que crece entre los adoquines, cristales rotos, se centra en los objetos que están ahí y nadie es capaz de ver. Tarda horas en descifrar el lenguaje de las sombras, de los claroscuros, de la luz que de vez en cuando se filtra entre las nubes. No se cansa de merodear, de acechar los movimientos sutiles, se sacude el agua que se desliza por su pelo, se sienta, se pregunta algunos porqués, por delante desfilan los objetos, los árboles, los rostros, los cuerpos, en cada uno ve algo diferente, ella es por momentos una especie de Casandra, adivina posibilidades, resuelve premoniciones, para ella el dibujo de las sombras, que estuvieron a punto de perderse para siempre, tiene sentido. A mediodía descansa en el parque, come algo, se queda medio dormida sobre la hierba. 

Por la tarde se abren cada vez más claros, hay viento, y las nubes se arrebolan para dar la luz precisa que ella necesita para sus fotos. Hace mucho que hizo un pacto con la luz. La deja entrar dentro, la llena de vida, las calles se le abren y cierran como si las pudiera amoldar a su paso, siente sus propios ojos, tan claros como un arroyo limpio, cada vez más grandes, iris color miel. Propone miradas tranquilas, su inquisición es suave. Cruza las verjas del cementerio, enfila la avenida central, hacia la parte sur, no siente ninguna clase de tristeza, tuerce casi al final tras esquivar un par de encinas y unos arcángeles tapizados de musgo, saca fotos a las piedras que respiran. Más allá del último panteón abandonado, de lejos, ve como se cruza cerca del muro, de la frontera cubierta de malvas y enredaderas, la figura de un gato que salta hacia afuera, esquivo y desdeñoso. Intenta hacerle una foto también, para atrapar su fuga efímera. Sale de allí. Sigue andando. Las farolas se han encendido demasiado temprano. Se recuerda a sí misma de niña, sus primeras fotos. Jugando, recogiendo piedras sobre la playa, imaginando mundos, inventando palabras, coleccionando caricias, planeando trastadas, riendo, siempre riendo, creciendo, gritando, sonrojándose, reprochando, desobedeciendo, exigiendo, elevando la mirada, levantándose de la mesa, dando portazos, deseando, casi volando. Su corazón late porque no logra encontrar sus propios límites.

Decide que mañana comprará libros. Tal vez planee alguna locura. Apenas le queda luz a la tarde, le duelen un poco las piernas, regresa a casa. Sortea a los transeúntes y a los coches, atajando las calzadas con el semáforo en rojo. En el zaguán por fin guarda su cámara. Sube y abre la puerta, el gato apenas se detiene un segundo ante ella y le reprocha ese leve abandono. Se sienta y enseguida repasa las fotos en la pantalla. Algunas de ellas le ayudarán a completar el cuento que espera un punto y final. Las traducirá a palabras. Se detiene en la del gato que saltó la verja. Comprueba algunos detalles. No puede creerlo. El color, el gesto, las marcas. Es él. Su gato. Le busca por la casa, le encuentra en un rincón. Le pide explicaciones. El se restriega por sus piernas, falso inocente, como diciendo no pienses en ello. Ella nunca ha estado sola.


jueves, 6 de agosto de 2015

Hace poco más de un año



Hace poco más de un año:

- Eh, tú. – me grita detrás del mostrador.
- ¿sí?
- ¿Como vas?
- ¿Eh?
- Que cómo vas.
- Ah, bien, gracias.

Un gato entra por el fondo de las estanterías, me mira, se acerca con sus pasos melosos de gato, se friega con mis pantalones.

- Me cago en tu puta madre, Mike, deja esa puta fruta ahí.- dice por encima de mi hombro a su compañero que ha tirado una caja de manzanas detrás. 
- Me llevo esto. – le digo.
- Cinco dólares.
- ¿Cuánto es? 
- C-i-n-c-o dólares, tío. 
- ¿Cinco?
- Eso.

El acento no se si es de Bedford, de Brooklyn o de la India. Desenrollo unos cuantos papelajos que tenía metidos en el bolsillo. El gato no deja de mirarme. Llevo cinco litros de agua, coca helada, unos bollitos LadyLinda y manzanas.

- Hace calor. 
- ¿Qué? – me cuesta entender todo.
- Que hace calor – repite con una sonrisa enorme.
- No, qué va, no hace calor- digo de broma pero no entiende. 

Entran cuatro pibes, de dos metros el más bajo, descamisados, casi pisan al gato, saludan a Mike, empiezan a gritar y a pasarse bolsas de nachos por encima de las estanterías. 

- ¿De dónde eres?
- De Madrid
- ¿Madrid?
- Da igual.
- Nosotros de Bangla-Desh.
- Ah.
- ¿Qué haces aquí?
- Vacaciones.
- ¿Qué?
- Vacaciones.
- ¿Vacaciones?
- Seguro.
- Ah. 

Le doy los cinco dólares en billetes de uno. Empieza a gritarle algo a Mike de nuevo, cada vez más fuerte, Mike ahora está en el mostrador de la izquierda cortando queso o algo, a su vez él se pone a gritar a los chavales que han entrado, parece ser que no están muy dispuestos a pagar los nachos de momento, pactan algo, negocian entre gritos y música alta. Me meten todo en unas bolsas negras, se despiden, me dicen vuelve. Afuera sigo un reguero de gritos que corre calle abajo. Esos no vuelven, pienso. 

No entiendo por qué esta conversación me ha resultado tan memorable, tal vez porque eran de Bangla-Desh, porque yo tenía miedo a que alguien entrara y atracara el badulaque, porque estaba en Bedford Stuys, porque hacía mucho calor y yo sudaba demasiado y no quería dejarles un charco en el suelo, no se, a veces recordamos con cariño las cosas más estúpidas que nos pasan porque no nos queda otro remedio. 

 En todos los comercios y locales de Bedford hay un gato, eso es así. En la lavandería había otro. Al principio pensé que era el mismo pero no se, este tenía más mala leche, no se restregaba contra mis pantalones, supongo que viviendo allí tenía sus prejuicios contra la ropa humana. Cuando fui por primera vez estaban cuatro viejas hablando en la entrada, sentadas en unas bolsas enormes de plástico y en sillas de arpillera y en un mostrador un chino doblaba ropa. Ellas hablaban alto y se veía que estaban pasando la tarde allí como de costumbre. Un ventilador de esos de techo daba vueltas inútilmente. Entré como no podía ser de otra forma, sin saber usar la lavadora. Hay una chica preciosa al fondo, con un pañuelo en la cabeza, moviéndose como si la cinética y ella hubieran hecho un pacto secreto, es alta y lleva un cuarto de hora echando suavizante en la máquina. Me entran ganas de palpar sus ropas, solo para comprobar que la cosa valía la pena. Le pregunto al chino como funcionaba aquello. Duda un poco y al final se acerca y me explica muy despacio. Primero, echa la ropa. Claro. Cierras la compuerta, muy importante. Claro. ¡C-e-r-r-a-a-a-r la compuerta! No se me olvida. Echas el jabón. ¿Has traído jabón? Sí. Dame. Lo abre. Igual que la princesa nubia echa casi el bote entero, de cinco litros. ¿Suavizante? Ahí. Bien. Lo echa. Cuando empiece, vas echando más. Yo sólo he traído un par de nikis y unos calzoncillos, pero vale. Echa las monedas. No se si tengo. Solo admite de 25. No tengo cambio. Nunca tenemos cambio, ¿Ves la máquina del cambio? No funciona. Empiezo a sacar monedas de los bolsillos. Una de las viejas, que han estado escuchando, se acerca, habla con el chino, coge mi suavizante, y le dice algo medio enfadada, empieza a echar más suavizante, afortunadamente compré uno barato, en el badulaque bangladesí. Me da cuatro monedas de 25 por un billete de dólar. Me dice más cosas que no entiendo. La cosa está en marcha. La princesa nubia ya ha acabado pero se sienta en un cajón y se queda esperando no se sabe qué, con cara de pocos amigos, aunque satisfecha por lo suave que le ha quedado la ropa. Hay una televisión puesta en la que se ve un mapa del tiempo y una especie de borrasca que se acerca a la zona de NY. Confío en que sea una borrasca y no un huracán. Si fuera un huracán, me vendría a esta lavandería. Cuando ya están dando vueltas en el secador enorme mis humildes nikis, lo pienso. Se está bien allí. Entran más vecinos. Entran y salen con bultos de ropa enormes. Hablan. Se saludan, no me hacen ni puto caso, pero da igual, se está bien allí, como si la atmósfera brumosa de aquel sitio se pareciera a la de mi casa, como si allí no pudiera pasar nada malo, como si lavar la ropa uniera a la gente. El chino no deja de doblar la ropa aunque se le quede mirando el gato. Creo que bromea con un cliente con meterlo en la secadora. El animal entiende y se cabrea y se sube a la montaña de bultos. En la televisión emiten imágenes de Sandy, el huracán de hace dos años, pero me da igual, está la lavandería. La princesa nubia se va sin despedirse y queda allí donde estaba sentada una especie de vacío. Doblo mis nikis al lado del chino. Le digo gracias. Me pregunta de dónde soy. La vieja, que no se que hace allí tanto tiempo, me dice también algo y se ríe, pero creo que no de mi. Salgo, hay nubes cada vez más negras, avenida Malcolm X arriba está Mordor. Bajo la calle, paso por delante del badulaque, se cruzan un par de coches con la música alta, un viejo en pijama y sus nietos juegan al pie de las escaleras de su casa con cubos y palos, hay basura acumulada y un puesto de bebidas que sirven a través de un enrejado. Un cartel anuncia vino italiano a buen precio. Cruzo unas cuantas calles más, llego a las pistas de baloncesto, empieza a llover, corro hasta casa, en la iglesia suenan los ensayos de las siete de la tarde, saco la llave y un gato sale de entre los cubos de basura y se me cruza como si me conociera. Para mi que siempre fue el mismo gato. No quiero morirme sin volver. 

martes, 27 de enero de 2015

Levrero, aniversario y encargo



Yo empecé a leer hace bastante tiempo. Cosas que pasan sin que uno se de cuenta. Y leí libros, muchos. Pasaron años sin conocer a Levrero. No sabía nada de él, aunque me repetía a mi mismo, en un tono de reproche, te falta algo. Y entonces, cuando estaba más empapado que nunca de tinta rioplatense, a una muchacha de Palermo, por razones desconocidas, le dio por sugerirme un nombre, que era en parte el mío, Mario Levrero. Yo obedecí sin vacilar. Como no hacer caso a una muchacha de Palermo que además era amiga de Borges. Y leí.

El lugar fue el primero. Me alcanzó su sentido, sus letras kafkianas, como alcanza el rayo al cuervo despistado e insomne. Es una novela sobre la necesidad de salir. Este tema, este dilema, no me es ajeno, si se me permite el juego de las metáforas. Levrero fue más allá que nadie. El proponía que dentro o afuera todo es igual de absurdo. El caso es que desde entonces el aparentemente trivial acto de cruzar puertas ya nunca volvió a ser lo mismo. 

Luego seguí con toda la trilogía. La ciudad y París. Hablaba de laberintos, de extravíos, del azar, tal vez de los sueños. Yo me reconocí en esa llegada a París en tren, que había experimentado antes. En la estación con ecos, en las calles iluminadas, extrañas, en los faroles encendidos a mediodía, en el incomprensible vacío de las calles. Qué se puede esperar después de un viaje de trescientos años en tren. Después de leer París me quedé pensando en volver a esa ciudad, en la posibilidad siempre remota de los reencuentros. Escribí entonces esto: 

“No, no se si volveré a París. Puede que en esta segunda ocasión no me lo pasara tan bien, que por fin me robaran la valija. Es un riesgo, además han pasado cosas, quizás cambiaron aquella ciudad que vi por otra, piedra a piedra, me dicen que eso es lo más normal del mundo. Ya lo dijo Borges, perdón, Heráclito, eso de que nunca nos bañamos dos veces en el mismo río. Levrero, en París, nos trasmite la clave de todo el asunto. El reencuentro no es solo con la ciudad, también es con uno mismo. Todos cambiamos, no es nada especial, no tiene mérito, pero a veces es bueno constatarlo. En el París de Levrero ocurre un hecho imposible pero muy simbólico: allá no se permiten los espejos. Al protagonista le asalta un viejo que ansioso y torturado, le pide una descripción de su propio aspecto, una “confirmación sobre si mismo”. Retornar a un lugar lejano implica la posibilidad de compararnos, de ver si valió la pena envejecer. Levrero, en el final esplendoroso de su novela, añade un hecho capital, imprescindible: la necesidad de reírnos de nosotros mismos, como consecuencia inevitable de ese reencuentro, como saludable requisito de cualquiera que pretenda entender quién es y para qué diablos emprende viajes.”

La muchacha de Palermo, por aquel tiempo, me siguió hablando de Levrero. Me dijo que había cruzado el río y que había seguido sus pasos, y que había estado con su hijo, por los lugares de Montevideo por donde él se perdía, tal vez por el Peñarol en donde fue niño solitario, aunque no triste. El pasado tan importante siempre. Como la muchacha de Palermo, como Borges, Levrero, en sitios como “La cinta de Moebius”, se planteó la posibilidad de cambiar el pasado, fabricándolo de nuevo pretendía hacer un silogismo: si podía cambiar el pasado, también podría cambiar el futuro. Yo me conformé con seguir leyéndolo, que no es poco. Vino la Novela Luminosa y el Discurso Vacío, no se si por este orden. Hice una reseña, porque para mi reseñar es homenajear, no se me ocurre otra utilidad, reseño constantemente, para expresar un entusiasmo y reseñé el Discurso Vacío diciendo cosas como estas, referentes al tiempo y al cuerpo con los que se escribe: 

“El tiempo, denuncia Levrero, es precisamente una de las causas de esta ansiedad, en concreto, la falta de tiempo, el hecho irremediable de que a uno no le alcanzan las horas que tiene un día para escribir lo que pretende, para hacer un hueco entre el resto de actividades que nos mantienen más o menos con vida y esa labor tan lenta, tan plagada de errores, rectificaciones y páginas desechadas en que se nos va media vida. El tiempo también como elemento definitorio de la escritura cuando se pone uno a ello y se da cuenta de que te has convertido en un viejo, la edad como alarma que te advierte de que la idea de que hay infinitos libros por escribir solo es una ilusión infantil. Y es que Levrero entiende que uno escribe no solo con el cerebro, sino con todo el cuerpo, con el cuerpo enfermo y con sus posturas erróneas y con la vejez y la desdicha, por supuesto también con el ritmo de la respiración y las intuiciones de un corazón que no siempre late como desearíamos. (...). Y es que a veces se olvida pero la escritura tiene un lado físico que tiene que ver con el cuerpo y con los instrumentos, con los lápices con que se intentaban copiar vocales, con el tipo de tinta y birome, con la fantasmagórica realidad de los computadores, con el papel, con la forma visual de las palabras que una vez no fueron más que eso, formas sin alma, sin sonido, simplemente letras y materia prima en espera de convertirse en historias y poemas.”

Seguiré leyendo a Levrero, afortunadamente aun me quedan pendientes unas cuantas obras suyas. No voy a desmentir a quien constate que después de leerle, no seguí escribiendo igual. Ya estaba todo ahí, yo ya por fin soy de Levrero, uno de sus compinches. Así llamaba él a los jóvenes que le titulaban de maestro, Levrero humilde, onírico, genial, añorado. La semana pasada fue su cumpleaños. Me lo recordó la muchacha de Palermo. No se si esto cumple con su encargo.