martes, 27 de enero de 2015

Levrero, aniversario y encargo



Yo empecé a leer hace bastante tiempo. Cosas que pasan sin que uno se de cuenta. Y leí libros, muchos. Pasaron años sin conocer a Levrero. No sabía nada de él, aunque me repetía a mi mismo, en un tono de reproche, te falta algo. Y entonces, cuando estaba más empapado que nunca de tinta rioplatense, a una muchacha de Palermo, por razones desconocidas, le dio por sugerirme un nombre, que era en parte el mío, Mario Levrero. Yo obedecí sin vacilar. Como no hacer caso a una muchacha de Palermo que además era amiga de Borges. Y leí.

El lugar fue el primero. Me alcanzó su sentido, sus letras kafkianas, como alcanza el rayo al cuervo despistado e insomne. Es una novela sobre la necesidad de salir. Este tema, este dilema, no me es ajeno, si se me permite el juego de las metáforas. Levrero fue más allá que nadie. El proponía que dentro o afuera todo es igual de absurdo. El caso es que desde entonces el aparentemente trivial acto de cruzar puertas ya nunca volvió a ser lo mismo. 

Luego seguí con toda la trilogía. La ciudad y París. Hablaba de laberintos, de extravíos, del azar, tal vez de los sueños. Yo me reconocí en esa llegada a París en tren, que había experimentado antes. En la estación con ecos, en las calles iluminadas, extrañas, en los faroles encendidos a mediodía, en el incomprensible vacío de las calles. Qué se puede esperar después de un viaje de trescientos años en tren. Después de leer París me quedé pensando en volver a esa ciudad, en la posibilidad siempre remota de los reencuentros. Escribí entonces esto: 

“No, no se si volveré a París. Puede que en esta segunda ocasión no me lo pasara tan bien, que por fin me robaran la valija. Es un riesgo, además han pasado cosas, quizás cambiaron aquella ciudad que vi por otra, piedra a piedra, me dicen que eso es lo más normal del mundo. Ya lo dijo Borges, perdón, Heráclito, eso de que nunca nos bañamos dos veces en el mismo río. Levrero, en París, nos trasmite la clave de todo el asunto. El reencuentro no es solo con la ciudad, también es con uno mismo. Todos cambiamos, no es nada especial, no tiene mérito, pero a veces es bueno constatarlo. En el París de Levrero ocurre un hecho imposible pero muy simbólico: allá no se permiten los espejos. Al protagonista le asalta un viejo que ansioso y torturado, le pide una descripción de su propio aspecto, una “confirmación sobre si mismo”. Retornar a un lugar lejano implica la posibilidad de compararnos, de ver si valió la pena envejecer. Levrero, en el final esplendoroso de su novela, añade un hecho capital, imprescindible: la necesidad de reírnos de nosotros mismos, como consecuencia inevitable de ese reencuentro, como saludable requisito de cualquiera que pretenda entender quién es y para qué diablos emprende viajes.”

La muchacha de Palermo, por aquel tiempo, me siguió hablando de Levrero. Me dijo que había cruzado el río y que había seguido sus pasos, y que había estado con su hijo, por los lugares de Montevideo por donde él se perdía, tal vez por el Peñarol en donde fue niño solitario, aunque no triste. El pasado tan importante siempre. Como la muchacha de Palermo, como Borges, Levrero, en sitios como “La cinta de Moebius”, se planteó la posibilidad de cambiar el pasado, fabricándolo de nuevo pretendía hacer un silogismo: si podía cambiar el pasado, también podría cambiar el futuro. Yo me conformé con seguir leyéndolo, que no es poco. Vino la Novela Luminosa y el Discurso Vacío, no se si por este orden. Hice una reseña, porque para mi reseñar es homenajear, no se me ocurre otra utilidad, reseño constantemente, para expresar un entusiasmo y reseñé el Discurso Vacío diciendo cosas como estas, referentes al tiempo y al cuerpo con los que se escribe: 

“El tiempo, denuncia Levrero, es precisamente una de las causas de esta ansiedad, en concreto, la falta de tiempo, el hecho irremediable de que a uno no le alcanzan las horas que tiene un día para escribir lo que pretende, para hacer un hueco entre el resto de actividades que nos mantienen más o menos con vida y esa labor tan lenta, tan plagada de errores, rectificaciones y páginas desechadas en que se nos va media vida. El tiempo también como elemento definitorio de la escritura cuando se pone uno a ello y se da cuenta de que te has convertido en un viejo, la edad como alarma que te advierte de que la idea de que hay infinitos libros por escribir solo es una ilusión infantil. Y es que Levrero entiende que uno escribe no solo con el cerebro, sino con todo el cuerpo, con el cuerpo enfermo y con sus posturas erróneas y con la vejez y la desdicha, por supuesto también con el ritmo de la respiración y las intuiciones de un corazón que no siempre late como desearíamos. (...). Y es que a veces se olvida pero la escritura tiene un lado físico que tiene que ver con el cuerpo y con los instrumentos, con los lápices con que se intentaban copiar vocales, con el tipo de tinta y birome, con la fantasmagórica realidad de los computadores, con el papel, con la forma visual de las palabras que una vez no fueron más que eso, formas sin alma, sin sonido, simplemente letras y materia prima en espera de convertirse en historias y poemas.”

Seguiré leyendo a Levrero, afortunadamente aun me quedan pendientes unas cuantas obras suyas. No voy a desmentir a quien constate que después de leerle, no seguí escribiendo igual. Ya estaba todo ahí, yo ya por fin soy de Levrero, uno de sus compinches. Así llamaba él a los jóvenes que le titulaban de maestro, Levrero humilde, onírico, genial, añorado. La semana pasada fue su cumpleaños. Me lo recordó la muchacha de Palermo. No se si esto cumple con su encargo.