domingo, 16 de agosto de 2015

Miradas



Para María.



Ella y el gato se levantan en la madrugada. Se estiran. Ella está de vacaciones, tiene el día libre, ha dicho a sus amigas que no la llamen, que hoy tiene que hacer sus cosas y escarba entre sus pestañas algunas legañas, despeja la mesa de libros, de apuntes, de fotografías, recuerda los temas dejados a medias el día anterior. Enciende la pantalla del ordenador, prepara café, se queda ensimismada, dispuesta ya a empezar el día, aunque es muy de mañana y llueve.  

Llueve afuera y puede que siga así la mañana y la tarde. La lluvia abre una puerta inevitable a la nostalgia, a la lluvia de otros lugares, a los rostros mojados que ya deberían estar olvidándose. Hoy sin embargo prefiere pensar días más azules, recurrir a pensamientos limpios que tenía guardados entre las sábanas, recuerda los paseos que acabaron muy tarde. No lo había hecho antes, pero se acerca al teclado del ordenador y empieza a escribir casi sin abrir los ojos, con cierta timidez. Duda y en un descuido se le cae alguna letra cerca del pie, huye alguna palabra que juega al despiste, una de esas que nunca salta de la punta de su lengua en el instante en el que ella quiere.

Ensaya un cuento. En él hay una barahúnda de niños que la cercan y abrazan.  Ella no está muy segura de porqué escribe el cuento. Las palabras surgen, saltan, aparecen y desaparecen. Mientras, el gato se pasea entre la bañera y el pasillo que va a dar a la calle.

El gato tiene hambre y con sus pequeñas garras araña la puerta de la cocina. Ella, a media mañana, se hace un sándwich con mostaza. Repasa las palabras que lleva reunidas hasta esa señal que marca la siguiente parte. Muerde lápices. Escucha las suaves pisadas del gato que al fin entra en su habitación. Mira por la ventana. Se pregunta si ese animal es un gato o más bien un jaguar tímido.   

Le gusta hacer fotografías. Siempre ha pensado que la realidad es más que nada un cúmulo de imágenes. Siente la necesidad de descifrarlas. De retenerlas. De rescatarlas, de entenderlas, más las imágenes cubiertas por los velos de la indiferencia. Vuelve a teclear algunas palabras sueltas, casi ha acabado el relato. Decide salir de casa un rato. Sale con su cámara. Hacía tiempo que no lo hacía. El gato, asomado por la ventana abierta, casi resbalando del alféizar,  le mira alejarse aparentemente desolado, aunque si le preguntaran nunca lo reconocería, eso, la tristeza de verla andando calle abajo.  

Fotografía árboles, ramas sinuosas, gente que se duerme en el metro, regueros de agua, colores sin nombre, reflejos en ventanas, la hierba que crece entre los adoquines, cristales rotos, se centra en los objetos que están ahí y nadie es capaz de ver. Tarda horas en descifrar el lenguaje de las sombras, de los claroscuros, de la luz que de vez en cuando se filtra entre las nubes. No se cansa de merodear, de acechar los movimientos sutiles, se sacude el agua que se desliza por su pelo, se sienta, se pregunta algunos porqués, por delante desfilan los objetos, los árboles, los rostros, los cuerpos, en cada uno ve algo diferente, ella es por momentos una especie de Casandra, adivina posibilidades, resuelve premoniciones, para ella el dibujo de las sombras, que estuvieron a punto de perderse para siempre, tiene sentido. A mediodía descansa en el parque, come algo, se queda medio dormida sobre la hierba. 

Por la tarde se abren cada vez más claros, hay viento, y las nubes se arrebolan para dar la luz precisa que ella necesita para sus fotos. Hace mucho que hizo un pacto con la luz. La deja entrar dentro, la llena de vida, las calles se le abren y cierran como si las pudiera amoldar a su paso, siente sus propios ojos, tan claros como un arroyo limpio, cada vez más grandes, iris color miel. Propone miradas tranquilas, su inquisición es suave. Cruza las verjas del cementerio, enfila la avenida central, hacia la parte sur, no siente ninguna clase de tristeza, tuerce casi al final tras esquivar un par de encinas y unos arcángeles tapizados de musgo, saca fotos a las piedras que respiran. Más allá del último panteón abandonado, de lejos, ve como se cruza cerca del muro, de la frontera cubierta de malvas y enredaderas, la figura de un gato que salta hacia afuera, esquivo y desdeñoso. Intenta hacerle una foto también, para atrapar su fuga efímera. Sale de allí. Sigue andando. Las farolas se han encendido demasiado temprano. Se recuerda a sí misma de niña, sus primeras fotos. Jugando, recogiendo piedras sobre la playa, imaginando mundos, inventando palabras, coleccionando caricias, planeando trastadas, riendo, siempre riendo, creciendo, gritando, sonrojándose, reprochando, desobedeciendo, exigiendo, elevando la mirada, levantándose de la mesa, dando portazos, deseando, casi volando. Su corazón late porque no logra encontrar sus propios límites.

Decide que mañana comprará libros. Tal vez planee alguna locura. Apenas le queda luz a la tarde, le duelen un poco las piernas, regresa a casa. Sortea a los transeúntes y a los coches, atajando las calzadas con el semáforo en rojo. En el zaguán por fin guarda su cámara. Sube y abre la puerta, el gato apenas se detiene un segundo ante ella y le reprocha ese leve abandono. Se sienta y enseguida repasa las fotos en la pantalla. Algunas de ellas le ayudarán a completar el cuento que espera un punto y final. Las traducirá a palabras. Se detiene en la del gato que saltó la verja. Comprueba algunos detalles. No puede creerlo. El color, el gesto, las marcas. Es él. Su gato. Le busca por la casa, le encuentra en un rincón. Le pide explicaciones. El se restriega por sus piernas, falso inocente, como diciendo no pienses en ello. Ella nunca ha estado sola.


jueves, 6 de agosto de 2015

Hace poco más de un año



Hace poco más de un año:

- Eh, tú. – me grita detrás del mostrador.
- ¿sí?
- ¿Como vas?
- ¿Eh?
- Que cómo vas.
- Ah, bien, gracias.

Un gato entra por el fondo de las estanterías, me mira, se acerca con sus pasos melosos de gato, se friega con mis pantalones.

- Me cago en tu puta madre, Mike, deja esa puta fruta ahí.- dice por encima de mi hombro a su compañero que ha tirado una caja de manzanas detrás. 
- Me llevo esto. – le digo.
- Cinco dólares.
- ¿Cuánto es? 
- C-i-n-c-o dólares, tío. 
- ¿Cinco?
- Eso.

El acento no se si es de Bedford, de Brooklyn o de la India. Desenrollo unos cuantos papelajos que tenía metidos en el bolsillo. El gato no deja de mirarme. Llevo cinco litros de agua, coca helada, unos bollitos LadyLinda y manzanas.

- Hace calor. 
- ¿Qué? – me cuesta entender todo.
- Que hace calor – repite con una sonrisa enorme.
- No, qué va, no hace calor- digo de broma pero no entiende. 

Entran cuatro pibes, de dos metros el más bajo, descamisados, casi pisan al gato, saludan a Mike, empiezan a gritar y a pasarse bolsas de nachos por encima de las estanterías. 

- ¿De dónde eres?
- De Madrid
- ¿Madrid?
- Da igual.
- Nosotros de Bangla-Desh.
- Ah.
- ¿Qué haces aquí?
- Vacaciones.
- ¿Qué?
- Vacaciones.
- ¿Vacaciones?
- Seguro.
- Ah. 

Le doy los cinco dólares en billetes de uno. Empieza a gritarle algo a Mike de nuevo, cada vez más fuerte, Mike ahora está en el mostrador de la izquierda cortando queso o algo, a su vez él se pone a gritar a los chavales que han entrado, parece ser que no están muy dispuestos a pagar los nachos de momento, pactan algo, negocian entre gritos y música alta. Me meten todo en unas bolsas negras, se despiden, me dicen vuelve. Afuera sigo un reguero de gritos que corre calle abajo. Esos no vuelven, pienso. 

No entiendo por qué esta conversación me ha resultado tan memorable, tal vez porque eran de Bangla-Desh, porque yo tenía miedo a que alguien entrara y atracara el badulaque, porque estaba en Bedford Stuys, porque hacía mucho calor y yo sudaba demasiado y no quería dejarles un charco en el suelo, no se, a veces recordamos con cariño las cosas más estúpidas que nos pasan porque no nos queda otro remedio. 

 En todos los comercios y locales de Bedford hay un gato, eso es así. En la lavandería había otro. Al principio pensé que era el mismo pero no se, este tenía más mala leche, no se restregaba contra mis pantalones, supongo que viviendo allí tenía sus prejuicios contra la ropa humana. Cuando fui por primera vez estaban cuatro viejas hablando en la entrada, sentadas en unas bolsas enormes de plástico y en sillas de arpillera y en un mostrador un chino doblaba ropa. Ellas hablaban alto y se veía que estaban pasando la tarde allí como de costumbre. Un ventilador de esos de techo daba vueltas inútilmente. Entré como no podía ser de otra forma, sin saber usar la lavadora. Hay una chica preciosa al fondo, con un pañuelo en la cabeza, moviéndose como si la cinética y ella hubieran hecho un pacto secreto, es alta y lleva un cuarto de hora echando suavizante en la máquina. Me entran ganas de palpar sus ropas, solo para comprobar que la cosa valía la pena. Le pregunto al chino como funcionaba aquello. Duda un poco y al final se acerca y me explica muy despacio. Primero, echa la ropa. Claro. Cierras la compuerta, muy importante. Claro. ¡C-e-r-r-a-a-a-r la compuerta! No se me olvida. Echas el jabón. ¿Has traído jabón? Sí. Dame. Lo abre. Igual que la princesa nubia echa casi el bote entero, de cinco litros. ¿Suavizante? Ahí. Bien. Lo echa. Cuando empiece, vas echando más. Yo sólo he traído un par de nikis y unos calzoncillos, pero vale. Echa las monedas. No se si tengo. Solo admite de 25. No tengo cambio. Nunca tenemos cambio, ¿Ves la máquina del cambio? No funciona. Empiezo a sacar monedas de los bolsillos. Una de las viejas, que han estado escuchando, se acerca, habla con el chino, coge mi suavizante, y le dice algo medio enfadada, empieza a echar más suavizante, afortunadamente compré uno barato, en el badulaque bangladesí. Me da cuatro monedas de 25 por un billete de dólar. Me dice más cosas que no entiendo. La cosa está en marcha. La princesa nubia ya ha acabado pero se sienta en un cajón y se queda esperando no se sabe qué, con cara de pocos amigos, aunque satisfecha por lo suave que le ha quedado la ropa. Hay una televisión puesta en la que se ve un mapa del tiempo y una especie de borrasca que se acerca a la zona de NY. Confío en que sea una borrasca y no un huracán. Si fuera un huracán, me vendría a esta lavandería. Cuando ya están dando vueltas en el secador enorme mis humildes nikis, lo pienso. Se está bien allí. Entran más vecinos. Entran y salen con bultos de ropa enormes. Hablan. Se saludan, no me hacen ni puto caso, pero da igual, se está bien allí, como si la atmósfera brumosa de aquel sitio se pareciera a la de mi casa, como si allí no pudiera pasar nada malo, como si lavar la ropa uniera a la gente. El chino no deja de doblar la ropa aunque se le quede mirando el gato. Creo que bromea con un cliente con meterlo en la secadora. El animal entiende y se cabrea y se sube a la montaña de bultos. En la televisión emiten imágenes de Sandy, el huracán de hace dos años, pero me da igual, está la lavandería. La princesa nubia se va sin despedirse y queda allí donde estaba sentada una especie de vacío. Doblo mis nikis al lado del chino. Le digo gracias. Me pregunta de dónde soy. La vieja, que no se que hace allí tanto tiempo, me dice también algo y se ríe, pero creo que no de mi. Salgo, hay nubes cada vez más negras, avenida Malcolm X arriba está Mordor. Bajo la calle, paso por delante del badulaque, se cruzan un par de coches con la música alta, un viejo en pijama y sus nietos juegan al pie de las escaleras de su casa con cubos y palos, hay basura acumulada y un puesto de bebidas que sirven a través de un enrejado. Un cartel anuncia vino italiano a buen precio. Cruzo unas cuantas calles más, llego a las pistas de baloncesto, empieza a llover, corro hasta casa, en la iglesia suenan los ensayos de las siete de la tarde, saco la llave y un gato sale de entre los cubos de basura y se me cruza como si me conociera. Para mi que siempre fue el mismo gato. No quiero morirme sin volver.