miércoles, 5 de septiembre de 2012

Inexpresable Pizarnik




“Siempre está lo inexpresable
en su pugna con la palabra
ofrecida inútilmente,
rumor de ola insistiendo
en la orilla. Como quiera
que lo que es, es, lo dejamos
por si acaso quedara
en la mano alguna vez
ese grano de sal
que lleva oculto.”

Jose Antonio Muñoz Rojas
Entre otros olvidos

No está nunca de más avisar de la inutilidad de la escritura para transmitir lo que queremos decir. La cerrada estructura de las palabras es incapaz de contener los matices y precisiones que todo mensaje requiere, no por su naturaleza, sino por la nuestra que es incapaz de elegir vocabularios, tonos, sonidos. Estas certezas que poetas como Muñoz Rojas delatan, pasan desapercibidas para las mayor parte de habladores, que se conformarían con un diccionario de bolsillo y unas cuantas abreviaturas para definir todo un mundo.

Inexpresables son las intenciones, contradicciones, deseos y tristezas, inexpresables son las definiciones, que no se conforman con el sustantivo ajado por el tiempo y el uso que acaba tranformándolo en palabra muerta. Inexpresable es el mar, la soledad, la angustia y la hierba que se mece al viento. Tan inexpresables son estas cosas inútiles que la gente las olvidó o deshechó con furia hace tiempo, y prefirieron conversar de cuantificables y más cómodas nimiedades.

Todo esto no es una mera cuestión de lenguaje. No al menos como lenguaje ajeno a la vida. Para el poeta, la vida es el lenguaje. Vivir en las palabras se puede convertir en un mal negocio, en un error poco común pero del que es muy dificil salir. Estoy pensando en Alejandra Pizarnik, en su realidad, en la realidad de sus versos extaños, en la irrealidad de una vida que no se puede confundir con una ristra de costumbres o de frases hechas, esa realidad de la vida que te permite preparar un café por las mañanas, salir y coger el tren, llegar a casa y meterte en la cama para dormir. Alejandra no podía con esto, todo le era esencialmente extraño porque para ella era primero la palabra, si preferís, el poema.

El entorno se hace irrespirable cuando las palabras que se buscan y encuentran remiten a otra cosa diferente de lo que los demás ven. De ahí la rebelión, ese recalcitrante no aceptar las reglas del juego. La sociedad, la historia, el acuciante “hacer algo” son prisiones de las que no se escapa con facilidad, porque están los carceleros, sí, pero también el impulso interior que pretende alguna seguridad, la posibilidad de un abrazo, de una comprensión, de algún tipo de ancla que nos permita descansar del vuelo, de la suspensión del saltimbanqui, de la atroz realidad de los sueños que parecen inundados de nieblas insalubres. Y sobre todo está el tiempo, con su inconfundible insistencia de que nada tiene sentido, de que no lleva a ninguna parte, de que las esperanzas y los deseos hay que sujetarlos con cadenas, arremeter contra ellos es necesario, y la poesía, claro, es una cosa muy distinta, tan ajena al tiempo que solo contempla dos posibilidades de recontarlo al margen de relojes y años: el instante y el siempre, entes inaprensibles, quizás inexistentes. Para Alejandra, para cualquiera, escribir el poema es una curación frente al tiempo, frente a la distancia con los otros, es restañar la herida, la escritura y el lenguaje como remedio último y doloroso frente a todo.

Luego está el cuerpo y sus pretensiones traducidas en hambre, en sed, en deseo de otros cuerpos. No es por tanto una cuestión de una idealización excesiva, de un simple estar en las nubes, sino en un complejo e involuntario estar en otro lado, un lugar irreconocible y aún más grave, sintiéndote alguien que no se reconoce a si mismo. El poeta es siempre el extranjero, el “otro” al que es complicado dominar, hacer que se ponga en marcha, que acceda a trabajar en las cosas que los demás terminan sin esfuerzo, sin pensarlas, sin necesidad de traducir cada orden corriente, cada indicación del camino. Y no es una idealización porque como Nerval, como Tsvietaieva, como Plath, Alejandra no se conformaba con el privilegio de vivir en la poesía sino que además añoraba compartir la adecuada vida de los demás. Ella misma lo dijo en una entrevista, ella no quería hablar sobre el jardín, quería verlo, pero, reconocía, en la vida no tenemos lo que queremos. Tuvo que cargar con el feroz deseo de todo lo terrestre, de todo lo material que le es por una oscura ley negado, dejándola en una tierra de nadie que resulta inhabitable y de ahí quizás o no se sabe por qué, el suicidio.

Este tipo de muerte me da coraje, lo entiendo, pero me da coraje, como le dio coraje a Cortazar en sus cartas, y uno parece querer unirse a aquella exhortación tan absurda que le pedía que viviera, que siguiera viviendo, que lo intentara al menos, que no pronunciara esa palabra demasiado grande, muerte, que en sus poemas parece más bien una palabra inocente. En cualquier caso, lo que no me parece es que su muerte sea una forma de delirio, algo que encerrándola en el Pirovano se solucionase, “¿por dónde empezar a curar?”, no, era otra cosa, qué otra cosa es lo más oscuro e inexplicable de Alejandra.

El manejo de las palabras requiere una concentración a veces de una dureza insospechada, exige que la mente divague por su mundo de una forma autónoma, ajena a los objetos que nombra y a los lugares que habita, alejada de la simpleza de unas ciudades que nosotros nombramos como destinos turísticos, como realidades históricas, como lugares en un mapa. Buenos Aires, París, Nueva York y su West Village “con rastros de muchachas estranguladas”, fueron para Alejandra lugares inexistentes, de ahí que viera como algo ajeno las convulsiones que la rodearon, de ahí que los cuartos en donde vivia permanecieran desordenados, con ese tipo de desorden que delata al poeta, la cama permanentemente deshecha, los libros acumulados en los rincones, los platos sin lavar y el polvo acumulándose y no importa, como no importa el mayo del 68, como no importa la guerra del Vietnam, ni las torres ni los gritos, y esto no es una indiferencia cualquiera, es que no se puede hacer otra cosa, si te dices que no sirves para nada, que no eres de este mundo, como Ossip Mendelstam, que no eres contemporaneo de nadie, simplemente estás diciendo que no puedes aunque quieras y eso no es una excusa.

Afortunademente siempre hay alguna persona en esas ciudades con las que encontrarse, mejor si es con un Cortazar, con un Paz, con un Porchia, también poetas, gente que entiende, dispuesta a compartir las noches carentes de sueño, pero que sin embargo no significan más que una pausa lánguida en su certeza, la certeza de una soledad buscada, anhelada, de una soledad hecha de silencio que tranquiliza, porque lo que no puede es vivir en su casa de Montevideo o de Avellaneda, acompañada por su familia, y entonces resulta evidente que es extraño verla irse a Paris, a las ciudades más pobladas para encontrarse sola, y es que el poeta está siempre abandonado y lo demás son máscaras, desde luego no tienen sentido ni la fama ni los premios, que son como el amor correspondido de alguien a quien no esperas. Hablando de Paz diré que algunos de los poemas de Alejandra siempre me parecieron una especie de haiku, esa revelación fugaz en escasas palabras que define la mirada y el tiempo de forma precisa, el haiku como la forma poética más cercana a la soledad, al silencio de la simple contemplación de las cosas.

Entiendo también que el silencio y, por tanto, la poesía, es una forma de la libertad, una forma de desentenderse de tanto discurso forzado, de tanta mentira afirmada como absolutos, de tanto mediocre sofisma del que depende el buen funcionamiento de la estructura social, “todo lo cotidiano es mucho y feo”, y sí, el silencio de Alejandra, como su poesía, se convierte en un ejercicio de libertad irresponsable, como bien sabían los surrealistas, como sabía Cortázar, tan semejante a ella en ocasiones de su escritura, en su afición por damas sangrientas, una amistad linda la de Julio...cuentan que le dió el manuscrito de Rayuela en Paris para que Alejandra lo pasara a máquina y así sacar un poco de dinero, Cortazar dándole el tesoro sin lástima pero queriendo ayudar, ella aceptándo pero luego perdiendo el manuscrito, y es que ella era poeta, no secretaria y para que más explicación, además luego lo encontró... afortunadamente para todos.

Lo que no son máscaras son los temas de sus poemas, las sombras, los jardines, el bosque, la noche y la lluvia, que al fin y al cabo son los temas generales de la poesía, como son los temas generales de la infancia, pero que en Pizarnik se desgranan con una insistencia diferente, como si sus versos no reconociesen otra realidad que la suya y la que se filtraba a través de sus ojos. Luego están también los libros de otros, donde cabe la extraña posibilidad de contactar con alguien, a través de las palabras leídas parece que renace esa posibilidad del encuentro con otro, la escritura como enlace, la palabra que de repente encuentra un eco, un oído que nos brinda la posibilidad, durante un segundo, de suponer que no estamos absolutamente aislados y esto sólo lo consigue la palabra, la música, el amor, ese tipo de engendros tan perseguidos, tan rechazados, tan maltratados, sospechosos siempre de un crimen que no han cometido.


Alejandra al parecer leía mucho y bien, anotaba lo que le interesaba, volvía a ello, retenía una frase, un adjetivo, lo retomaba y lo reescribía, porque escribir siempre es reescribir, vemos los objetos que tenemos delante a través del espejo de las palabras de otros, la rosa es y será la de Burns, aunque no hayamos leido a Burns, y la de mil que como él la nombraron y la identificaron con infinitas formas. Cuando la vemos en un jardín la rosa ya tiene todas esas definiciones añadidas y no nos queda nada más que elegir los matices del sonido, las preferencias del tacto y del recuerdo, las comparaciones con las que intentamos precisar una nueva definición, las cualidades que indican qué es lo que vimos cuando miramos la rosa y escribimos sobre ella y entonces ocurre el milagro que encontremos lo que decía Muñoz Rojas en el poema del inicio, la “sal oculta”, el resorte definitivo que convierte el poema en una especie de milagro reservado a gente como Alejandra, que llega y dice aquello de que la “rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos” y consigue esa especie de milagro que consiste en entender qué es una rebelión, qué una rosa, qué el acto atroz del que mira para ver y asiente ante la esencia de las cosas, convertidas en palabras, en humildes palabras de dos sílabas.

En fin, he de confesar que escribir todo esto sobre Alejandra, de la que tanto se ha hablado ya, me dio un pudor bastante insidioso. Siempre me queda la idea de que no tenemos derecho a buscar causas, de arrimarme a teorías, de intentar explicar un poema, que es una actividad que debería estar quizás prohibida pero que no podemos dejar de perpetrar. Con Alejandra cuesta más, porque sus poemas la definen, porque la fragilidad de su figura parece romperse si te acercas demasiado, si pretendes reducirla de alguna forma. Y es que ella fue otra de esas palabras inexpresables, contradicción viviente, alejandra es sólo un nombre, debajo está ella, esperando.

“¡Pudiera ser tan feliz esta noche!

si sólo me fuera dado palpar
las sombras, oír pasos,
decir “buenas noches” a cualquiera
que pasease a su perro,
miraría la luna, dijera su
extraña lactescencia tropezaría
con piedras al azar, como se hace.”

Noche
De la última inocencia (1956)

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